11. D. Francisco Serrano, párroco de Villambroz 1905
El párroco de Villambroz Don Francisco Serrano Quintanilla tenía sesenta y nueve cuando el día 31 de marzo de 1905, festividad de Jueves Santo, a las 6,30 de la tarde aproximadamente, Cástulo Fernández Peña se dirigió desde el pueblo de Sahagún, de donde era vecino, al pueblo de Villambroz, al que llegó sobre las nueve de la noche, con ánimo de exigir al párroco don Francisco Serran la cantidad de 2000 pesetas y si éste no se las entregaba Atentar contra su persona a cuyo efecto llevó consigo un revólver y un cuchillo de buen filo. Cástulo estaba casado con Cipriana Poza.
A la hora de llegada de Cástulo al pueblo, salía el vecindario de los divinos oficios, por lo que esperó a que la gente se retirase para conseguir su intento. Una vez que estuvieron solitarias las calles se dirigió Cástulo a la vivienda del párroco, llamando con insistencia para que le abriesen, lo que consiguió diciendo que era un sobrino de don Eusebio Mínguez, vecino de Villarrabé e íntimo amigo de don Francisco.
Una vez dentro de la casa, Cástulo encontró al párroco cenando en la cocina, y después de darle las buenas noches le dijo: ¿No me conoce usted, señor cura? Y después de responder éste que no, insistió Cástulo diciendo: Pues vengo a que me entregue usted 2000 pesetas. Parece que en ese momento sacó de entre la faja un revólver con el que amenazó a don Francisco, ante cuya actitud el párroco se agarró a él, apagando entonces Cástulo las dos únicas luces de la cocina, y armado de un cuchillo asestó muchos golpes al sacerdote, causándole 17 heridas graves,y gravísima una situada en el occipital, necesitando la asistencia facultativa hasta el 30 de julio del año siguiente en cuyo día falleció don Francisco, por consecuencia de enfermedad independiente de las heridas recibidas, cuando aún estaba sin cicatrizar la de la cabeza, que en todo caso hubiera originado la deformidad consiguiente a quedar el hueso occipital al descubierto por el rambersamiento de sus bordes.
Cástulo, envista de que la sirvienta de las casa María Josefa Fernández y el sacristán de la parroquia, Domiciano Arrieta salieron a pedir auxilio, ante las que Cástulo , por temor a ser sorprendido y capturado se dio a la fuga sin llevarse nada ni haber registrado habitación ni mueble alguno.
Según la fiscalía, tales hechos constituyen un delito complejo de intento de robo y lesiones. Concurriendo las circunstancias agravantes de premeditación, astucia, nocturnidad, reincidencia y realización del delito en la morada del ofendido. Así como también el fiscal considera que el único autor es Cástulo Fernández Peña. Por lo que ejecutoriamente fue condenado por un delito de hurto a la pena de ciento cincuenta pesetas.
Más adelante del proceso, en la segunda sesión a las tres y media de la tarde, asistiendo numerosísimo público, el fiscal modifica sus conclusiones provisionales consignando que la intención de Cástulo al herir al sacerdote no fue otra que la de matarle para robarle, por lo que los hechos mencionados constituyen los delitos de intento de robo y homicidio frustrado, añadiendo a las circunstancias citadas la también agravante de ofensa al respeto que lleva aneja la dignidad sacerdotal y desechando la circunstancia de premeditación. Solicita a la sala se le imponga al procesado Cástulo Fernández de la Peña, de doce años de prisión mayor, accesorías, costas e indemnización de 500 pesetas a la familia del perjudicado.
Poco antes de las siete de la tarde se dictó sentencia. Por ella se condena a la pena de 2 años y 4 meses de prisión.
10. PASO DE NAPOLEON POR VILLAMBROZ
Buscando en una carpeta encontré una hojita que no sé como vino a mis manos. Era fotocopia de un fragmento escrito por un cura que regentó la parroquia de Villambroz, D. Tomás Escapa.Relata escuetamente la estancia esporádica de un ala del ejército francés. Elesquema seguido en este retazo rural será los pocos datos que podemos leer en este corto escrito por el cura Escapa. A los ojos del lector aparecerán aquí en letra cursiva.
-¿Os suena algo el nombre de Thomiers?
Esta fue mi primera pregunta que a boca jarro hice en cierta ocasión a un grupo de mocetes que me encontré al entrar en Villambroz.
-Pues no. Nunca lo hemos oído.
Y esta fue también la respuesta escueta de este grupo de mozos. Y también de la mayoría de los de Villambroz, a quienes luego les hacía la misma pregunta.
-Si, hombre sí. A uno le sonaba algo, como que:
-Es una palabra de un habla extranjero. Y lo aclara un poco una chica:
-Sí, hombre, es un término francés. Y aquí quedaba todo. Yo sigo interpelando:
-Es el apellido de un famoso general francés que comandaba un destacamento del ejército de Napoleón, que luchó en la batalla de los Arapiles, el Grande y el Pequeño, en la provincia de Salamanca. Yo noté que se había producido un murmullo entre mis jóvenes interlocutores. Un chaval se atrevió a intervenir:
-Lo de Arapiles me suena algo. Una vez le oí este nombre a la maestra en la escuela. Pero no me acuerdo de nada más. Se lo aclaré un poco:
-En esta batalla el ejército francés fue vencido y obligado a la retirada y volver a Francia con el rabo entre las patas, como los perros que huyen despavoridos. Tuvo muchas bajas entre los altos mandos, y uno de ella fue el General Thomier. Pero otro se atrevió a interpelar:
-¿A qué viene que estemos hablando ahora sobre esto?
Convencido de que no encontraban ninguna relación de lo que yo les contaba con su pueblo, me vi obligado a intervenir de nuevo:
-¿Nunca habéis oído que el destacamento del ejército francés, que había sido comandado por el general Thomier, en 1814, pasó por Villambroz y los soldados durmieron una noche por las calles del pueblo?
-No. Confesó un chaval con cara de sorprendido.
-Pues sí, yo lo he leído en un escrito de D. Tomás Escapa, que fue cura párroco de Villambroz y lo escribió entre los años 1813 al 1823.
Un mocete de aspecto de ser despierto de inteligencia, como reuniendo el parecer de los otros, preguntó interesándose:
-Y ¿cómó fue? ¿Qué pasó? Yo eché mano de un papelito que guardaba en el bolsillo de la chaqueta y comencé a leérselo:
-“Sirva el anunciar a los que vean este escrito, el día 28 de Agosto del año 1810…”.
Aquella mañana de pleno verano, la gente había metido trilla, al igual que el día anterior. Para alguno era ya la última del verano. La mañana transcurrió dentro de la normalidad de un día cualquiera del estío. Estaba haciendo un calor propio de finales de agosto en el páramo, que auguraba una tarde fresca al levantarse el cierzo.
Ya muy adelantada la moledura de la mies, hicieron un paréntesis y pararon los trillos de dar vueltas y más vueltas, para ir a comer los trilladores y dar una tregua de descanso al pobre ganado, que no había parado nada desde media noche con el acarreo. Pronto reemprendieron la trilla, porque había que terminarla, ya que en agosto los días se iban acortando y la tarde se echa encima. Tenían que aprovechar las horas de más calor, que es cuando muelen bien los trillos.
¿Qué hubiera pensado la gente de uno que les contara haber soñado que el Ejército francés había pasado por Villambroz? Yo creo que el mismo soñador no se hubiera atrevido a contar a nadie su estrafalario sueño. Sin embargo la realidad superó con creces a este posible sueño fantástico. Lo nunca visto por aquellas tierras parameras de Villambroz.
A media tarde, los que estaban en las eras, empezaron a ver que se levantaba como una nube de polvo, teniendo como telón de fondo las borrosas imágenes de las atalayas de la dehesa de Bustocirio y el monte de Carrión. Venía por el polvoriento Cordel de las merinas en esa época seca del verano. Esto, que pudiera haber sido un espejismo, de no haberse comprobado luego, se iba acercando. Comenzó a aumentar el volumen de la nube de polvo cuando cruzaban Cabañas y se acercaba al límite
del terreno de Villambroz, hoy todo roturado y entonces monte bajo de roble, carrascos, y otras clases de arbustos.
Según iba acercándose aquella nube, la gente se intranquilizaba cada vez más, por no distinguir todavía qué era aquello que provocaba tal polvareda. Sin embargo, empezaban a distinguir ya el colorido de las banderas, llevadas a los hombros por soldados y que precedían a los ya identificados como soldados que venían a pie.
Al ir reduciendo la distancias, también empezaron a darse cuenta que la colorida vestimenta de los uniformados, blanco y rojo chillón, era distinta del color sobrio, entre verde y castaño de los pantalones y guerrera que traían al pueblo, cuando venían de permiso los que estaban haciendo la mili en el ejército español. Por lo que, según los comentarios suscitados en las eras, se descartaban que fueran soldados españoles. Más tarde, se percataron de la vestimenta soldadescas estaba bastante deteriorada. No en vano eran soldados que se retiraban vencidos en el campo de batalla.
En las eras iba aumentando la inquietud de la gente, que no acababa de saber claramente qué era aquello que venía raudo hacia ellos.
¿Tendrían que marcharse de las eras a refugiarse en sus casas? ¿O esperarían allí con su tarea de la trilla, hasta que llegara aquello incógnito? Mientras tanto, las labranzas seguían dando vuelta en la trilla, ya bastante molida a esas horas. La próxima vuelta sería ya de pala, la última antes de aparvar y tirar la trilla al montón o a la parva.
Cuando ya llegaban por tierra Santos, casi entrando en las eras de abajo, y veían mejor que se trataba del ejército francés, según comentaban algunos más entendidos en cuestiones de milicia, pudieron luego describir la escena peculiar de aquella tarde.
El uniforme de los soldados estaba compuesto de chaquetón azul, cruzado el pecho por ancho correaje; pantalones color rojo y ajustado; calzaban botas y leguis de cuero negro; la cabeza cubierta con gorro-visera negro. Todos los soldados portaban al hombro el fusil con bayoneta calada, a excepción de los que llevaban las banderas. Eso sí, muy polvoriento y en algunos soldados se veían jirones en las casacas y en los pantalones.
Al acercarse más al pueblo y llegar a la entrada de las eras, ocupadas por la mies y montones sin beldar, de centeno y de trigo, se detuvieron para cerciorarse bien por donde podían pasar para llegar al pueblo. Cuál sería la sorpresa de la gente de Villambroz, cuando ya vieron que aquella polvareda la hacían nada menos que soldados, extranjeros, y con certeza pertenecientes al ejército francés. De Napoleón Bonaparte.
Cuando iban pasando por el camino que cruzaba las eras por el lado de gallego, la poca gente que había quedado haciéndose el valiente, hacía cuentas mentalmente y aquellos soldados se podían contar por miles. Según datos facilitados después, unos dos mil y más soldados del ejército francés cayeron sobre el pueblo, como una nube de langostas o como parpaja sobre las eras de Villambroz.
Sigo leyendo la nota:
-“…durmieron en este pueblo dos mil y más franceses…,”
Aquella tarde del día 28 de Agosto del año 1810, les cambió de ritmo veraniego a los vecinos de Villambroz.
Terminarían a toda prisa de aparvar. Tal vez alguna trilla a medio moler, por la prisa, la tiraron también al montón. Seguro que algunos tampoco harían el viaje acostumbrado de la tarde para meter trilla al día siguiente. Irían a casa más pronto que de ordinario. Por las puertas entreabiertas estarían asomándose continuamente para ver qué es lo que hacían por las calles aquellos extraños soldados franceses. Es que los de Villambroz estaban viviendo un acontecimiento nunca jamás soñado y menos aún, vivido.
En el papelito encontrado, el cura Escapa escribe:
-“…Dirigía a los franceses el General Thomiers…”.
Para dar un poco más de consistencia histórica a este retazo, he hecho una pequeña incursión por alguna enciclopedia y he encontrado que este destacamento del ejército francés, que durmió una noche en Villambroz, lo había dirigido,ciertamente el General de Brigada Jean Guillaume-Barthélemy Thomières. Este oficial de la Legión de Honor y Baron de la Nobleza Imperial había nacido el año 1771 en Sérignan, Hérault, de Francia. Thomières murió el año 1812, en la batalla de los Arapiles, Salamanca, donde había sido mortalmente herido. En consecuencia, Thomier ya no comandaba a aquellos soldados franceses en retirada tras ser vencidos en la batalla de Arapiles por el ejército de España.
Y continuamos leyendo:
-“…Y aquí aún había mies en la era. Nos causaron gravísimo daño pues hicieron con las mieses camas en las calles…”.
Esta frase tan escueta del cura Escapa está llena de supuestos lógicos. Apenas dos centenares de habitantes del Villambroz de aquellos años, de pronto, aquella tarde de verano fueron invadidos por más de dos mil de la soldadesca francesa de Napoleón.
Aquellas familias labradoras, ante el miedo por lo que les había venido encima, se vieron obligadas a recluirse en sus casas. Se les había trastocado el ritmo normal de su vida rural. Asomándose a la calle por las rendijas de las viejas puertas, veían con espasmo cómo aquella tropa de franceses estaba llenando las calles con su mies que traían de las eras para prepararse sus jergones y dormir esa noche.
Como lo podemos leer, el cura Estepa subraya el daño gravísimo que estaban causando al pueblo, pues les vaciaron las eras, para hacerse con las mieses camas en las calles. Los soldados franceses durmieron
aquella noche en este pueblo, en donde en esa fecha de agosto aún había mucha mies en las eras. Pero esa tarde noche los chiguitos tampoco pudieron ir a jugar a las eras, como solían hacer las noches veraniegas. Los soldados franceses les habían quitado su propio lugar de juego nocturno en verano.
La escueta nota del cura sigue aportando nuevos datos de aquella fecha memorable para Villambroz:
-“…fueron desde aquí a Sahagún.Dirigía a los franceses el General Thomiers. Golpearon a Fray Fernando Delgado; robaron al convento…;”
La pequeña crónica del cura Escapa que estamos leyendo, confirma que aquellos soldados visitantes de Villambroz, eran víctimas de la derrota en el campo de batalla. Venían en condiciones muy precarias. La intendencia era muy escasa y la moral la tenían por los suelos. De ello deducimos que se veían obligados a vivir de la requisa y rapiñas por los pueblos por donde pasaban.
A la mañana siguiente,muy de madrugada, se levantaron los soldados franceses para marcharse. En un principio los de Villambroz pensaron que aquel ejército ya les dejaba en paz.
La tranquilidad volvía a reinar en el pueblo. Así que, es de suponer que la gente aprovecharía esa misma mañana para atropar la mies que los soldados les habían llevado de sus eras, a las que esa noche habían vaciado completamente.No en vano, los soldados franceses necesitaron mucha mies para preparar mullida a dos mil camas hechas en el suelo.
Por este escueto relato del cura, se sabe que los franceses se fueron de Villambroz a Sahagún. La villa leonesa campiña, era la localidad más grande de todo aquel entorno. Allí esta ala del ejército francés vencido y en retirada, les prometía mejores condiciones para encontrar alimentos y demás cosas que necesitaba. Pero la gente desconocía aquella tarde que esta marcha no era definitiva.
Si en Villambroz hizo mucho daño, más causó en Sahagún. Efectivamente, asaltaron por sorpresa el monasterio de los Benedictinos, apresaron a todos los monjes, al no poder éstos darles el casi millón de reales que exigían al abad, fray José Sánchez de Escalona, saquearon y robaron todo cuanto los monjes no tuvieron tiempo de ocultar, y, entre burlas y denuestos, ahorcaron al monje frayBernardo Delgado, maestro de obras de la abadía, al que los franceses suponían dueño de los dineros.
Los soldados se vengaron rompiendo y destrozando cuanto hallaban a mano. Tampoco se libraron del robo y destrozos los franciscanos del convento de La Peregrina. También los condujeron a la abadía para declarar ante los mandos, pero la palabra del guardián o superior, fray Blas Labrador, logró convencerles de que su dinero lo habían consumido los más pobres de la villa.
¿Cuál sería la misión concreta que esta ala del ejército de Bonaparte traía en esta incursión por España?
En sus expediciones desde Burgos, llegó a León y Astorga, dejando cuerpos de ejército en lugares estratégicos, entre ellos Carrión de los Condes. Por las fechas que comentamos, Sahagún gozaba de relativa paz, ya que las guerrillas de Porlier habían sido muy efectivas los últimos meses y los franceses las temían, como en todo el resto de España.
Pero se ve que Bessières quiso escarmentarlos sorprendiendo a Sahagún la mañana del miércoles 29 de agosto, como relata el historiador de Sahagún. P. Wilibaldo Fernández Luna, naturalmente después de haber pernoctado en Villambroz todo el contingente mandado por el general J. Tourniers, que en todas partes se había mostrado especialmente prepotente y cruel, por eso hacía tanto daño.
Luego, a toda marcha, sin duda por temor, a las emboscadas de los guerrilleros, regresaron a Carrión sin más parada que la de Villambroz «para tomar la sopa» (cenar), el sábado día 1 de septiembre, y seguir a toda prisa hacia Carrión.
A esto se refiere el cura Escapa con estas palabras:
-“…El sábado siguiente volvieron aquí a tomar la sopa. Este día no fue notable el daño…”.
Aunque esto no lo dice el cura relator, yo me imagino que a Sahagún no iría todo el destacamento, a no ser que pensaran volver a Carrión por otro camino. Parte quedaría en Villambroz guardando la munición y demás elementos de campaña, hasta que volvieran con las provisiones el contingente del ejército que se había desplazado a Sahagún.
Desde el pueblo volvieron a tomar Cañada abajo, dirección a Palencia, aprovisionándose de alimentos en el siguiente pueblo grande, la villa de Carrión de los Condes.
No podemos obviar el subrayado que hace el cura en su relato de estos hechos, a modo de reflexión personal, que este día, aunque el ejército francés si hizo cosas perjudiciales en el pueblo, no fue notable el daño, porque en otras ocasiones, debido a su situación a la vera de la carretera, Villambroz había sufrido también otros daños. Así se da a entender con lo que escribe Escapa:
-“…Esto lo advierto por llenar esta llana; que del francés y español, había mucho que decir…
Por eso, tampoco me resisto a terminar este retazo rural sin antes subrayar la curiosa advertencia que hace el mismo Escapa en su corto comentario.
¿Qué querría decir exactamente con esta frase el cura Tomás Escapa? Yo intuyo que está refiriéndose a otros casos similares a éste, cuyas víctimas fueron este u otros pueblos. El paso también del ejército español, alguna otra vez por Villambroz y cuyo comportamiento había sido igual al francés. Y termina el cura explicándose estos y otros acontecimientos así:
“Pues este pueblo por estar en carretera, padeció mucho, que, gracias a Dios, estamos libres de unos y otros”.
Esto lo escribía el cura Escapa exactamente el 19 de mayo de 1814, cuatro años después del paso de la tropa francesa por Villambroz. Y dato curioso, el cura lo redactó en el mismo libro de bautismos de la parroquia, aprovechando una hoja que había quedado en blanco.
9. ROBO FRUSTADO DE LA VACADA
Frustrado robo de la vacada del pueblo, gracias a la sospecha inteligente del vaquero Simón. Este es ayudado por su hijo, un chaval de unos dieciséis años. En verano acompañaba su padre para cuidar las vacas en el monte y pasar las noches con él.
Ya entre dos luces, dos individuos cabalgando vienen por el camino que pasa por delante del corral en donde metían las vacas para pasar la noche.
Aquella tarde tenían ya a la vacada en el majadal para meterlas dentro. Simón estaba dentro, haciendo alguna cosa. El chiguito estaba en el majadal cuidando las vacas, ya impacientes por entrar. Entonces se da cuenta que vienen por el camino dos individuos. Y con voz fuerte llama a su padre:
-¡padre, padre!.
A la insistente llamada del chiguito el vaquero sale del corral:
¿Qué pasa, hijo?
-Mire. Por el camino de Sahagún vienen dos hombres hacia nosotros.
–Y ¿qué pasa con eso?
A su padre no le sorprende esta visita, porque estaba acostumbrado a ver pasar por allí a gente, camino de Saldaña o de Sahagún. Sí le llamó la atención por la hora ya tardía; la puesta del sol estaba llegando a su fin, tomando el sol la forma y color de un disco candescente, para esconderse pronto en el horizonte de gallego.
Venían montados en sus caballos. Uno, el más alto, vestía pantalón estrecho negro, chaquetilla también negra que cubría una camisa azul, con un pañuelo rojo al cuello. El individuo más bajo no llevaba nada al cuello, con la camisa desabrochada. Chaqueta y pantalón de pana. Ah, uno lucía un bien cuidado bigote y el otro, unas largas patillas. Por la vestimenta, Simón y su hijo pensaron tener delante unos tratantes de animales, tirando un poco a físico agitanado.
Llegados a donde estaban nuestros vaqueros, saludan:
-Buenas tardes, vaquero.
A ellos les pareció muy cortés el saludo de llegada y el deje de su habla no les descubría nada
especial.
-Buenas tardes, señores –Así correspondieron al saludo, el vaquero y su hijo.
-¿De qué pueblo es la vacada? ¿Está lejos de aquí? Preguntan interesados.
Estas preguntas le ponen a Simón en el camino inicial de la sospecha.
-De Villambroz y no está lejos, ahí abajo. Así les responde escuetamente, señalándoles con la mano el lugar del pueblo.
-Pero tú no bajas todos los días al pueblo con las vacas ¿no? ¿Os quedáis todas las noche a dormir en el monte? Se muestran más interesados.
De ahí que las sospechas van creciendo en los vaqueros y les pone en aviso antes de contestar.
-No, no. Responde secamente Simón
-Pero hoy es ya muy tarde para ir al pueblo. Insisten los advenedizos.
-No es tarde todavía. El pueblo está muy cerca.
-Entonces hoy no os quedáis aquí.
-Algunos días, dormimos aquí. Pero pocos días. Casi siempre mi hijo y yo vamos a dormir a casa, y por la mañana pronto venimos a sacar las vacas a pastar.
-Entonces ¿A las vacas no las lleváis al pueblo con vosotros? -Los dos individuos insistían preguntándoles.
¡No, hombre, qué va! no. Las vacas siempre quedan aquí solas en este corral. Pues como las ovejas en los otros corrales. Es que las vacas son de huelga, todavía no trabajan.
-Ah, ah. Buenas tardes, vaqueros. Nosotros nos vamos a Villarrovejo a pasar la noche.
-Buenas tardes, señores.
En aquellos años, remotos para los actuales habitantes de Villambroz, la cabaña vacuna debía de ser numerosa, pues les compensaba económicamente tener un vaquero contratado durante los meses en los que los animales podían pastar en el campo. En las cuadras quedaba solo la labranza; las vacas de huelga las tenían en el campo día y noche, durante el buen tiempo.
Cuando se produjo lo que estamos relatando en este retazo, guardaban la vacada Simón González y su hijo, Santiago. El muchacho se acercaba al pueblo para llevar provisiones a su padre que se quedaba siempre en el campo con las vacas.
Aquel día había transcurrido como cualquiera otro. La vacada había pastado en distintos sitios, donde podían pacer las vacas. Caída la tarde, se acercaban al pago de Matalarga, donde solían pasar siempre la noche en un corral que los dueños de las vacas alquilaban para esta temporada.
El monte va cayendo bajo el peso del silencio. Tan sólo se oyen a las ranas croar en la laguna allí cerca.
También, de vez en cuando se escucha el característico canto de los mochuelos que van a pasar la noche por los alrededores de los tejados de las tenadas. En las matas altas también se oye el carrasposo sonido de las grajas que van tomando sitio para pasar la noche. Dentro del corral cada momento que pasa, las vacas se mueven menos y colaboran a que la serenidad de la entrada de la noche se va adueñando del monte, envolviéndolo al mismo tiempo de la oscuridad nocturna
Los dos individuos sospechosos, después de hablar con el vaquero y despedirse, hicieron que se marchaban por el camino que habían traído dirección de Villarrovejo. Pero su intención no era ésta. Cuando perdieron de vista a los vaqueros, se sentaron al abrigo de una mata, esperando a que los vaqueros marcharan para el pueblo. Lo tenían todo bien planeado.
Pero les iba a salir mal su estrategia, ya que el vaquero se autoafirmó en la inteligente sospecha de haber tenido delante a dos ladrones de animales. Así que, metidas las vacas en el corral de Matalarga y cerradas las puertas, Simón y su hijo emprendieron la vuelta al pueblo. Esta tarde más de prisa que de costumbre. La sospecha iba madurando cada vez más, según recorrían el camino de vuelta.
Nada más llegar, sin tiempo que perder, pusieron en aviso a la gente del pueblo. La inesperada llegada de los vaqueros, habiendo dejado la vacada en Matalaorilla, puso en rápido movimiento a los amos de las vacas, organizándose también inteligentemente. De ser cierto que eran ladrones de los animales, llevarían la vacada al tren en Sahagún. Por lo tanto, un grupo de hombres irían directamente
a la estación ferroviaria, para dar la cara a los posibles ladrones. Un segundo grupo de amos de las vacas, fueron con el vaquero a donde habían dejado encerradas las vacas.
Con aquel proyectado plan, la gente de Villambroz consiguió abortar la estrategia también planeada
de aquellos dos individuos ladrones de animales.
Cuando aquellos individuos vieron que los vaqueros ya habían marchado, dejando solas las vacas en el monte, ellos salieron del escondrijo y al amparo de la oscuridad de la noche y unas potentes linternas, sacaron la vacada del corral y las encaminaron hacia Sahagún, concretamente a la estación. Allí tenían contratado unos vagones mercancías para transportar las vacas a su destino previsto.
Pero los que fueron por Sahagún, se conoce que fueron más de prisa, y vieron que todavía no había llegado la vacada de Villambroz. Entonces, se dirigieron hacia la Requejada del alderaduey para hacer frente a los ladrones que necesariamente tenían que enir por allí.
Los que habían tomado el amino para ir a Matalarga, vieron que, ciertamente, las vacas habían desaparecido el corral. Igualmente, dejándose llevar por sus deducciones lógicas, este rupo de hombres tomaron la dirección de Sahagún, siguiendo el posible y único amino por donde habrían llevado la vacada robada. Pasaron por Villapeceñíl y iosequillo, donde les dieron noticias del paso de la vacada por allí. Claro, os de aquellos pueblos no sabían que se trataba de unas vacas robadas.
Como el grupo de dueños e las vacas iban más ligeros que la vacada, consiguieron alcanzar a los adrones ya cerca de Sahagún, en Villalebrín. Los que venían de Sahagún también legaron casi al mismo tiempo que el otro grupo, quedando así los ladrones atrapados en medio
Sirva de aclaración a los ectores, que las posibles soluciones que ellos hubieran dado al suceso, no oinciden con lo que hicieron los de Villambroz, porque las circunstancias son istintas. Pensemos que este evento es de los últimos años del siglo XIX de ntonces. Los medios de que se disponía entonces eran muy pocos y algunos udimentarios.
Sin embargo, con este contecimiento, Villambroz había vivido una historia con un final feliz. racias al inteligente vaquero, Simón y su hijo, Santiago.
8. POBRE VAQUERO
Va otra de eventos, el último retazo rural, cuyo protagonista fue el también vaquero del Villambroz de los años cuarenta. Así como igualmente se trata de un acontecimiento provocado por unos mangantes,
que gozan haciendo daño al prójimo.
Por los años cincuenta del siglo pasado, en el pueblo se cantaba una copla, cuya letra y música era obra de los pastores jóvenes, que convivían en el monte con el vaquero Maximiano. En este canto se
incluían estos versos:
-“Maximiano como es así, y tiene tan mala cabeza”.
No era verdad. Estaban equivocados. El vaquero no era así, ni mucho menos, sino que tuvo una traumante experiencia, años atrás, que le afectó tan gravemente en su salud física y mental, que lo hizo “así”, como le veían los mozalbetes años después. Este evento lo situamos en el primer año de los cuarenta. El pillaje de toda clase se acentuó en la posguerra.
Aquella tarde en pleno verano prometía hacer una noche en la que una vez más estaría ausente el frio cierzo. Así que el vaquero Maximiano había decidido pasar la noche fuera del corral, donde había
metido las vacas. Tendría una noche agradable para dormirla al raso. Ese día estaba él solo, ya que su mujer, recientemente casados, solía acompañarle algunas noche. Ésta había ido a dormir al pueblo.
Estando entretenido en los preparativos del sitio, para pasar la noche al abrigo de una tapia del corral, no se dio cuenta de la llegada de dos individuos, montados a caballo, que habían venido por todo el valle, de la parte de Terradillos. Según se dedujo después, vestían los dos de militar. Nunca supo decir Maximiano que clase de soldados eran. Cuando quiso darse cuenta, ya estaban junto a él. Sin apearse de los caballos, y ni siquiera darle las buenas tardes, sin más preámbulo, uno de ellos le pregunta en tono despectivo:
-¡oye, tú, vaquero!, ¿qué haces aquí a estas horas? –con una voz fuerte y tono presuntuoso, para achantar mejor al pobre vaquero.
-Es que me quedo aquí a dormir con las vacas que tengo dentro del corral. –asustado, casi no le salían las palabras.
-Y ¿de quién son estas vacas? Pregunta el otro individuo con el mismo tono despectivo.
-del pueblo de Villambroz. –Respondió Maximiano ya más asustado.
-¿Dónde está ese pueblo? –Claramente eran unos ignorantes de aquella zona geográfica.
-Ahí, en lo bajo. Está muy cerca de aquí. Respuesta precisa del vaquero.
-Y ¿Por qué no vas al pueblo a dormir? –Así insistió preguntando otra vez el primer individuo, como con el ánimo de indagar más cosas.
-No, es que en este tiempo de verano me quedo aquí para pasar la noche –Responde el vaquero ya más asustado todavía.
Era tal el miedo que se iba apoderando de Maximiano, que la vista se le nublaba y el habla se le marchaba. De lo que sí se dio cuenta y lo recordaba pasado el tiempo, fue que uno al otro le instigaba:
-Tírale un tiro y mata a este vaquero. Mátalo. Si no lo matamos ahora nos van a descubrir. Mátalo.
Al oír estas amenazas, fue tal la impresión recibida por Maximiano, que se descontroló por completo. Estos fueron unos instantes para el vaquero de Villambroz fatales. Tal fue así, que quedó completamente aturdido, a punto de trastornarse. Menos mal que el segundo soldado no respondió al mandato del otro individuo.
-No hombre, no. No seas así. Este es un pobre pastor de vacas. Además es de los nuestros. No nos ha hecho nada. ¿Por qué vamos a matarlo?. –Estas palabras demostraban que el corazón de este segundo soldado rojo era más humano que el del otro rojo, que, por cierto debía tener una graduación mayor y también más malicia.
Y dejándolo en estas condiciones, los dos forajidos, no merecen otro apelativo, se alejaron siguiendo el camino hacia arriba, a la montaña palentina.
Cuando el vaquero Maximiano se vio solo, libre de aquellos individuos indeseables, sin encomendarse a nadie, ni pensar en las vacas que quedaban en el monte, a todo tren, echó a correr hacia el pueblo, pero sin control alguno por donde iba. Atravesaba sembrados, saltaba arroyos y linderas. Para él no existían caminos. Al fin, llegó al pueblo, dando voces como fuera de sí.
La gente, al verlo venir a aquellas horas intempestivas y sin la vacada, y con el aspecto desencajado, como de haber perdido el juicio, pensaron lo peor de Maximiano. Todo era querer explicarse Maximiano, pero la gente no acababa de entenderlo. Ya, ni siquiera sabía ir a su casa.
Cuando se hubo tranquilizado un poco, contó deshilachada mente lo que le
había pasado en Valdesaugo. Que le habían querido matar unos hombres. Que había dejado las vacas solas encerradas en el corral. Entonces, unos cuantos dueños de las vacas, fueron a toda prisa a por las vacas, para traerlas a casa aquella noche. No podían quedar solas en el monte. Por cierto, las encontraron echadas tranquilamente, como de costumbre.
Aquella noche estival Maximiano tuvo la desgracia de vivir en el monte una muy mala experiencia, con las consiguientes secuelas psicológicas negativas. Desde aquella fatídica ocasión, el buen
vaquero de Villambroz cambió su estado vital.
Los detalles de lo sucedido aquella tarde de verano en Valdesaugo, solamente los sabía el vaquero, pero el miedo que cogió fue tan grande que no lograba recordarlo cuando intentaba contarlo a la gente. Tuvo que pasar mucho tiempo para que las aguas se serenaran y Maximiano pudiera completar lo sucedido aquella fatídica tarde.
La tarde debía de estar de caída, porque Maximiano ya había metido las vacas en el corral. Las vacas habían entrado como todos los días en el corral lugar. Ya estaban acostumbradas a pasar la noche
allí.
Igualmente el vaquero Maximiano había dejado la manta y la zurrona junto a la tapia que da a gallego. Dada la noche serena que iba a tener, pensó que allí sería un buen sitio para echarse él a dormir esa noche, que invitaba a pasarla al raso, teniendo como único techo el cielo
plagado de estrellas.
Aquellos dos individuos, por la descripción que dio Maximiano tiempo andando de la vestimenta que llevaban, debían ser militares, o sospechosos delincuentes, camuflados de soldados. Pero Maximiano,
debido al trauma que recibió, no supo explicarse bien en los primeros momentos. No sabía si eran yeguas o caballos lo que montaban. Como tampoco supo decir exactamente cómo vestían; si traían armas o no. Fue tal el miedo que cogió Maximiano, que se olvidó de todo.
Luego, por las indagaciones hechas por la guardia civil, se supo que, ciertamente aquellos dos individuos eran dos militares del bando republicano, los que luego llamaron maquis. Fuera de control huían de los nacionales e iban camino de la zona roja, la montaña leonesa y palentina. Por eso llevaban aquella tarde la dirección hacia Guardo.
Pocos años más tarde, el pueblo le construyó una caseta en el pago de Valdesaugo, para que el vaquero pudiera pernoctar la temporada de verano, con la vacada que guardaba, en un lugar en mejores condiciones que las de un corral de ovejas.
Desde aquel hecho, Maximiano tardó mucho tiempo en reponerse del susto. Durante una larga temporada, contaba su mujer la Nieves, Maximiano por la noche tenía muchas pesadillas y soñaba que se repetía lo que le había pasado en Valdesaugo. En su cama todavía revivía escenas similares a las de la tarde fatídica en el monte. Le venían imágenes de aquellos dos individuos que seguían persiguiéndole y amenazándole a muerte, repitiendo en sueños la sentencia a muerte:
-Tirale un tiro y mata a este vaquero. Mátalo. Si no lo matamos ahora nos van a descubrir.Mátalo, mátalo, mátalo…
.
7. RESISTENCIA AL PROGRESO EN VILLAMBROZ
Por los años cincuenta del siglo pasado, era muy corriente ver cuidadores de los majuelos, porque, dada la escasez que había todavía de ellos, eran objetivo escogido por los amigos de lo ajeno. Los principales enemigos de las uvas eran los tordos, que si se les dejaba llevar por su instinto glotón, cuando se iba a vendimiar no se encontraba más que rampojos. Las bandadas de tordos habían hecho antes la labor. Otros de los que había que librarse espantándolos con la presencia de los cuidadores, sobre todo en los majuelos a la vera de la carretera, eran los automovilistas que, al pasar junto a un majuelo, no tenían inconveniente llenar gratis una banasta y llevársela.
Sentados en la lindera misma del majuelo, muy cerca de la cuneta, el abuelo y el nieto estaban cuidándolo de posibles transeúntes vendimiadores de lo ajeno. En esto que el chaval ve que a lo lejos viene por la carretera el coche de línea, que no hacía mucho tiempo había comenzado a transitar por nuestra carretera. El nieto coge un canto bastante grande, pero manejable para él, y dice a su abuelo:
-¿Se lo tiro al autobús cuando pase? Una reacción muy común en un chiguito que desconocía lo que significaba el autobús para el pueblo.
Pero el abuelo, ya un hombre muy entrado en años, bastante más de los sesenta y cinco, ya gozando de la jubilación, en vez de quitarle a su nieto la intentona infantil, echó más gasolina al fuego:
-Si hijo, dale un cantazo al coche, ¡Coño!. No sé que tendría el abuelo contra el reciente coche de línea.
El chavalito no necesitó más. En el preciso momento que pasaba el autobús en frente de ellos, ¡Zas! El nieto lanzó con toda fuerza la piedra e hizo blanco en el cristal de una ventanilla lateral.
-Muy bien, Martiniano, que puntería tienes, hijo. Asintió satisfecho el abuelo.
Pero no quedó todo ahí. Ante lo sucedido, el conductor paró el autobús; dio marcha atrás unos metros y fue a donde estaban el abuelo y el nieto, tan contentos y celebrando la hazaña del nieto y el abuelo. Les tomó los datos pertinentes a los causantes de la avería, ante cuatro pasajeros como testigos de la fechoría y siguió el recorrido hacia León.
Supongo que en los demás pueblos no habría otros abuelos y nietos que se rebelaran así ante el progreso. A los pocos días al abuelo le llegó una multa bastante considerable, que tuvo que hacer efectiva en el plazo indicado en el documento remitido por la guardia civil de Sahagún.
Hacía unos pocos días, antes de lo ocurrido y que acabamos de consignar, cuando el autobús había hecho el primer viaje, pasando por Villambroz. Desde entonces, a este autocar siempre se le llamó “El Burgos”. Y es que los primeros días solamente llegaba a la capital burgalesa desde León. Con el tiempo, no tardando mucho el viaje del autobús se alargó hasta Bilbao, para terminar el recorrido en Irún.
En aquella ocasión no se tocaron las campanas, sencillamente, porque el pueblo no estaba avisado y les sorprendió la nueva, cuando pasó la primera vez por el pueblo y paró frente a la casa del herrero. Pero sí que el acontecimiento se lo merecía más que de sobra, y eso a pesar de la actitud vandálica que días después adoptaron aquel abuelo y su nieto.
Desde ese primer día del paso del coche por Villambroz, al pequeño pueblo se le ensancharon los pulmones, encharcados por el aislamiento al que había estado condenado hasta entonces, con aquella bocanada de aire puro, que le entraba con el medio de comunicación nuevo, el coche de línea Burgos-León.
Y es que, las salidas de Villambroz hacia otros lugares de la geografía de España, para nuestros antepasados se convertían en una verdadera odisea. Así, para ir a las cercanas ciudades de Burgos y León, primeramente había que acercarse a Sahagún a coger el tren, contando con los grandes inconvenientes que ello llevaba consigo, pues había que hacerlo en burro o en carro, de vacas en tiempos más remotos. Y ya no digamos el viaje a Bilbao, a donde ya habían emigrado bastantes familias de Villambroz. Las odiseas que pasaron los que optaban por viajar en el tren de la Robla, casi les resultaba el viaje una tragicomedia, por los avatares que iban surgiendo en el trayecto, contando, claro está, con la primera etapa de Villambroz a Saldaña y de aquí a la estación de Guardo.
Muy pocos años antes del autobús de Burgos, había comenzado a pasar también un autocar que les comunicó con la ciudad de Palencia, acercándose así Villambroz a la capital de la provincia. Por fin, el
autocar que, hacía ya unos años iba Palencia y se quedaba en el pueblo vecino de Ledigos, alargó el recorrido hasta Villarrovejo, pasando por Villambroz.
Hasta entonces, para ir a los médicos o cualquier otro asunto a la capital, ya no había que dar el complicado rodeo por Sahagún a coger el tren y llegar a la ciudad a la hora conveniente. Esta nueva comunicación llevaba a los viajeros desde la puerta de sus casas a la misma ciudad.
Pero esto no era todo. Antes de pasar el “Palencia” por el pueblo, no hacía muchos años antes de esta fecha, para ir a la capital palentina, salvo los más decididos, que con el carro cogían cañada abajo y hasta Palencia, sin importarles el tiempo empleado en el viaje, los otros tenían que pasar la misma odisea narrada antes: ir a coger el Aja a Saldaña o el tren en Sahagún, que les trasladaría a Palencia. Como estos viajes casi siempre estaban motivados por casos de enfermedad, el traslado del enfermo, entonces sí que se convertía en verdadera tragedia. Entonces no había otro vehículo que el carro. Era la única “ambulancia” que tenía aquella gente.
También es cierto que a los viajes de aquellos años, aunque ya fueran en automóviles, hay que añadirles otros inconvenientes que surgían durante el trayecto. Las condiciones en que se hacían los viajes, todavía eran muy precarias. Dado el estado calamitoso de las carreteras, en general y en concreto, la carretera que unía a las villas de Sahagún y Saldaña, calzada estrecha y el firme de piedra y tierra, los autobuses iban dejando tras de sí una larga cola de polvo de unos cuantos metros. Y si había un descuido de no cerrar bien todas las ventanillas, también los pasajeros participaban de esa nube de polvo que se les metía dentro del autocar.
Por otra parte, el traqueteo que llevaba el autobús a causa de las piedras de la calzada y la dureza de los asientos, hacían que el trayecto se hiciera consideradamente pesado. Incluso, hubo temporadas que el “Palencia”, en concreto, para salvar trozos de carretera en pésimo estado, cambiaba la ruta cogiendo un camino que discurría paralelo a la carretera por el monte, hasta que la calzada volvía a presentar mejor estado y entraba de nuevo en ella, al bajar Carruigo.
Pese a estos inconvenientes sufridos, la gente de estos años se sentía más agraciada que sus antepasados, que carecieron de toda clase de comunicación por carretera. El “Burgos” y el “Palencia” fueron bien recibidos, como el agua caída del cielo en mayo para los campos sedientos del páramo.
Permítame el lector una última reflexión a resulta de lo escrito en este último retazo rural. ¡A qué aislamiento estaba sometida la gente de aquellos pueblos! ¡Qué separado estuvo el mundo rural del resto de los habitantes del país! ¡Qué profundo era aquel pozo del olvido, en el que vivieron sumidos tanto tiempo! Y esto, como acabamos de ver, no hace tantos años.
¿Se ha borrado de la memoria este modo de vivir en el pasado rural? ¿La generación joven que lo oye contar ahora a los viejos del lugar, les provoca algo más que una leve sonrisa, porque piensan que
les están contando algo que no es más que fruto de una fantasía trasnochada? O a lo sumo, les sale de
los labios aquello de ¿¡a, sí!?
6. CONJURA DE NUBLADOS
Una tarde de éstas, en otro escenario temporal a los anteriores, Villambroz estaba ya bajo una negra
bóveda, trayéndole malos augurios. Los truenos seguían a los relámpagos, que cada vez eran más continuos. De las calles habían desaparecidos los chiguitos que a esas horas solían estar jugando. El miedo a los nublados les había encerrado en sus casas. Y es que el peligro del nublado se mascaba cada vez más. Había quienes se atrevían a asomarse a la puerta del corral, para ver mejor el desarrollo de la nube. ¿Qué se podía hacer para evitar los posibles daños?
La espera resignada era la respuesta más común de la mayoría de aquella gente. Pero había otros que creían poder desafiar la potencia de los nublados. Estos pensaban, que un modo de enfrentarse a las nubes era acudir también a la religión, demandando su ayuda. Estas plegarias se realizaban dentro de un rito religioso, que consistía en conjurar a las nubes, ordenándolas severamente, en nombre del Altímo, que se alejaran del pueblo y sus alrededores y marcharan al monte, donde no harían ningún daño al campo.
Pues sí, a este recurso acudían algunos antepasados de Villambroz, cuando se veían amenazados por la presencia de una parda nube, que se formaba por el alto de Valdarina, y venía hacia el pueblo, acompañada de relámpagos y truenos ininterrumpidos. Eran nubes a las que más se temía, por el daño que podían dejar por el campo al descargar los secos granizos sobre los frutos, por entonces, ya en su sazón.
Esta conjuración de los nublados solía estar casi exclusivamente a cargo del señor cura, el cual, sirviéndose de un viejo libro de oraciones y un crucifijo, realizaba la ceremonia prescrita en el ritual religioso. Con la cruz en la mano derecha, hacía cruces al nublado que se estaba adueñando de toda la capa del cielo, al mismo tiempo que recitaba oraciones, cuyo contenido era para ahuyentar a la nube, como enemiga del pueblo y ordenándola, con la autoridad que le daba el crucifijo, a quien invocaba, que se quedara en el monte o se marchara a donde no hiciera ningún daño.
Del señor cura habían aprendido también algunos vecinos el rito de conjurar los nublados. De modo, que cuando el sacerdote se había ausentado del pueblo, o simplemente, se había descuidado y la nube amenazaba echarse encima del pueblo, uno de estos conjuradores se enfrentaba al posible dañino nublado. Con un crucifijo y unas sencillas súplicas inventada por ellos o que habían aprendido de algún devocionario, conjuraban también a estos enemigos de la naturaleza.
Nuestro cronista Victoriano recuerda que en más de una ocasión estuvo él presente, cuando el tío Gregorio, ya entrado en años, se asomaba al portón de su casa para conjurar también a los nublados que se venían encima cargados de granizos. Ante este inminente peligro para el campo, el vejete salía a la puerta del portal de su casa, con un pequeño crucifijo, haciendo cruces y más cruces hacia donde estaba el nublado y repitiendo unas palabras desafiantes para la nube que se estaba formando.
-“¡¡¡coojooneesss!!!, este nublado no obedece ni a Dios”. Esta exclamación, transmitida de generación en generación, salió de lo mas hondo del tío Ambrosio, cuando volvía a toda prisa a casa, después de haber conjurado un nublado, que a pesar de ello, descargó mucha piedra sobre el campo y también sobre su cabeza.
Pues ciertamente, en el pasado más remoto de Villambroz, a finales del siglo XVIII, podríamos decir que el tío Ambrosio era el que estaba especializado en conjurar a los nublados. Este hombre, además era muy afín a las cosas de la iglesia, quien, junto con el tío Bernardo, ayudaban al señor cura en el canto de las misas y demás ceremonias de la iglesia, especialmente en aquellos entierros en los que se cantaba tantos latines.
Ambrosio Gutiérrez, según un documento censal, era un labrador como cualquiera otro del pueblo, que por aquella fecha a la que nos referimos, contaba ya 74 años, ciertamente una edad muy avanzada, para la esperanza de vida habida en aquellos lustros. El mismo documento consigna que su domicilio estaba en la calle la iglesia, hoy corresponde a la calle que sale a las huertas, en una casa con puertas grandes para la salida del carro.
Así mismo, Ambrosio declaraba entonces saber leer y escribir, como lo hicieron también el noventa y nueve por cien de los vecinos de Villambroz de aquel entonces.
Como anécdota que se ha pasado de padres a hijos, también cuentan de él que solía llevar una barba blanca larga y áspera, pues se la debía afeitar solamente una o dos veces al año. Según el cronista Victoriano, el ya anciano Ambrosio era muy cariñoso con todos los niños del pueblo. Así, cuando pasaba junto a una madre o quien fuera, con un niñito en brazos, se acercaba a llenarlo de besos. Pero como llevaba la barba larga, al besarlos muy efusivamente, le restregaba la carita al niño hasta que les hacía llorar.
Una mañana de junio cuando ya estaba muy cercana la siega de los centenos y trigos, hacía un sol picante que a los lugareños les augura con toda certeza una tarde pródiga en nublado. Y no se engañaban, pues a la hora de comer el cielo se cubrió totalmente de oscuras nubes, dejando al pueblo en penumbra. El presagio se cumplió pronto, tanto que un nublado se adelantó a lo previsto y comenzó a lanzar relámpagos y truenos desde todos los ángulos del cielo. Menos mal que debía tener poca carga, pues pronto pasó para cierzo.
El tío Ambrosio se sentía con cierto dominio sobre los nublados con sus conjuros. Por eso, haciendo caso omiso del nublado que estaba pasando hacia cierzo sobre Villambroz, pues no lo veía peligroso, siguiendo la costumbre de todos los día en esta época pre veraniega, terminó de comer tan ricamente, y mientras su mujer la tía Tomasa fregaba la vasa y luego cosía unos pantalones de su marido, éste se echó la siesta en el escaño de la hornera, en donde, como era costumbre, ya habían pasado a cocinar para toda la temporada veraniega.
Sumido el tío Ambrosio en el sueño reparador, un fuerte y seco trueno le despertó súbitamente. Pocos segundos después oyó otro zumbido mucho más fuerte que el anterior, a los que siguieron otros tantos, mezclados con los resplandores de los relámpagos, que se unían uno al otro, iluminando al pueblo sin intermitencia. La experiencia del tío Ambrosio, le hizo sospechar que se estaba acercando por Valdarina, a pasos agigantados, un nublado de mal pelaje, color pardo oscuro y, aunque con menos ruido, la gente los temía más, porque siempre venían cargados de muchos y dañinos granizos. Esto lo detectaban por el ruido que llevaba, al chocar –decían- las piedras unas con otras.
Entonces, incorporándose en el estrado, se levantó el tío Ambrosio decidido a poner en práctica el ritual consabido para estos casos. La tía Tomasa ya estaba santiguándose cada vez que estallaba un relámpago y acompañaba con jaculatorias al Divino Corazón y a todos los santos. El viejo Ambrosio se puso la chaqueta de pana que tenía colgada en el capero de detrás de la puerta, cogió el Crucifijo, que siempre lo tenía a mano para estas ocasiones, se caló la gorra en su calva cabeza, y dejando la hornera en la que estaba tan ricamente durmiendo su siesta, salió a toda prisa a las huertas del pueblo, que las tenía al lado de su casa.
El nublado que había aparecido por Valdarina, ya estaba acercándose como tirando un poco para arriba, casi encima del alto de Mata suseras, y bajando para las Laderas hacia el pueblo. Se veía caer como un manto cada vez mas oscuro sobre la Nava. Era evidente que ya iba descargando por donde pasaba. Traía mucha carga y para el tío Ambrosio y alguno más que había salido también a las Huertas, esta carga era muy peligrosa.
Ya empezaba a sentirse caer por las Huertas las primeras gotas gordas. Entonces, con toda reverencia, como siempre hacían los hombres cuando rezaban en cualquier lugar que fuera, el tío Ambrosio y sus acompañantes, se quitaron la gorra, dejando al descubierto la calva, y con el crucifijo en la mano derecha, empezó a hacer varias veces el signo de la cruz al peligroso y amenazador nublado, conjurándolo para que se marchara al monte y no hiciera ningún daño al campo sembrado, pues en esa
época ya habían cernido y se estaban llenando de granos las espigas. Ambrosio rezaba con su voz un poco quebrada: Nube, maldita, obedece al Dios bendito y aléjate de nosotros. El Divino Señor nos protege. Marcha al monte. No nos desgracies nuestra cosecha… Con estas y otras similares súplicas, el tío Ambrosio conjuraba las nubes.
Pero en esta ocasión, el nublado no respetó la conjuración, ni a los rezos del tío Ambrosio y de golpe, se precipitó la nube sobre el pueblo y empezó a arrojar al principio unas gotas gordas y luego se mezclaron unos secos y grandes granizos. Mientras tanto, Ambrosio seguía mascullando imprecaciones al cielo completamente encapotado.
Pero los granizos no hacían caso a la conjura insistente de aquel hombre, al que le caían también sobre su cabeza descubierta. Ya solamente quedaban él y el abuelo de nuestro cronista Victoriano, pues los otros paisanos habían marchado antes corriendo a ponerse bajo techo. Entonces el tío Ambrosio espantado, resguardando su calva con la gorra que la tenía en un bolso de la chaqueta, dando media vuelta, también echó a correr para refugiarse a toda prisa en su casa. Mientras iba, nuestro cronista le iba oyendo repetidamente:
-“ ¡¡¡coojooneesss!!!, este nublado no obedece ni a Dios”.
Esta instintiva reacción del tío Ambrosio, no desdice en absoluto nada de su arraigado espíritu religioso y de fe en la bondad del Dios Todopoderoso, al que invocaba en la conjuración. En semejante situación, cualquiera de nosotros hubiéramos reaccionado y dicho lo mismo, o más, que nuestro antepasado conjurador de nublados, el tío Ambrosio.
5 EL CRIADO DURMIENDO EN SU CAMASTRO
Seguimos con el mismo protagonista del retazo anterior, el tío Ambrosio, aunque con unos cuantos años menos. No en vano, la magia del túnel del tiempo nos permite dar estos saltos. Ambrosio estaba en pleno apogeo de labrador autónomo, con posibilidades económicas tales que, a falta de hijos no tenidos, podía tener criado todo el año. Pero el relato de ahora va de ladrones.
Pues sí. Villambroz tampoco se libró de los robos a domicilio, que eran muy corrientes también en aquellos tiempos y en las zonas rurales. Claro está, la miel de aquellos “chorizos” no podía ser el dinero, porque, sencillamente, no lo había.
Estos hurtos se hacían con animales tanto mular como caballar, que por aquellos años de nuestro relato, estaban empezando a ocupar algunas cuadras del pueblo, que las vacas de labor iban dejando, al ser sustituidas por las mulas y machos.Pretender otro tipo de robo en aquellos pueblos, como serían joyas, u otros objetos de valor, no tenía sentido, ya que carecían de tales objetos apetecibles de los ladrones. Me da un no sé qué pensar que los desvalijadores de coches de ahora son los sucesores natos de aquellos antepasados, también ladrones, pero de vacas, mulas, yeguas y caballos.
Tal era así, que en los pueblos los chiguitos jugaban con toda normalidad “a ladrones”, que habían robado un animal y los guardias los perseguían, encontrándolos escondidos en un pajar. Los chiguitos se imaginaban que para llevarse las mulas de la cuadras, las ponían en los cascos de las patas herraduras de goma, para que no hicieran ruido y así no despertar a los dueños. Sospecho que aquellos chiguitos tendrían también noticia del suceso que vamos a reseñar en este retazo. Habría sido buen alimento para su imaginación infantil.
Por deducción lógica de lo que vamos a relatar, la casa del tío Ambrosio y su esposa la tía Tomasa, hoy en día completamente cambiada por los que la compraron pasado el tiempo, estaba habitada entonces por un labrador, para el Villambroz de aquellos años, de cierta altura socioeconómica. Dicho en el argot agrícola, el tío Ambrosio labraría bastante tierra y además en sus cuadras ataba también algún animal más que los dos pares de vacas de labranza. Lo más seguro que fuera alguna yegua y caballo, pues descartamos las mulas, porque estos animales todavía no habían llegado entonces a Villambroz para sustituir en el trabajo al ganado vacuno. También se explica que, aunque sea reiteración, el tío Ambrosio fuera un labrador con capacidad económica suficiente. Lo que explica tuviera un criado de año, para ayudarle en la labor.
Había sido un día de trabajo muy duro para el criado Eugenio, que así se llamaba, pues había pasado toda la jornada binando en las tierras de la Cueza. Así que, después de cenar no había tenido ganas de salir un rato a la plaza con los mozos, como lo hacía otras noches.
Los mozos y a veces también las mozas, a la salida del rosario, solían reunirse alrededor del pozo hasta la hora de cenar. Allí hablaban unos con otros y con las mozas. Era una ocasión muy propicia para que naciera una chispa de amor entre algunos chicos y chicas. También aprovechaban para aprender cantando las novedades que habían traído ese año los quintos, cuando volvían al pueblo ya licenciados de la mili.
Pero Eugenio esa noche no fue a la plaza porque cansado que estaba le apetecía más acostarse pronto. Y es que al día siguiente le esperaba una jornada como la que había hecho. Tenía que terminar de arar las dos últimas tierras de la hoja de arriba.
Así que, nada más de cenar con el tío Ambrosio y la tía Tomasa, se retiró a su camastro de la cuadra para dormir. Esto no lo debemos tomar como una discriminación social, que por ser un criado tenía la cama en la cuadra. Era lo común también en las familias que tenían hijos; los mocetes dormían en la cuadra para cuidar el ganado.
El cansancio y el sueño vencieron pronto a Eugenio, que se durmió profundamente, tanto que no le molestaba el ruido que hacían las vacas en las pesebreras. Ni tampoco las patadas de la yegua y su potrillo al pegar en el madero que les separaba del par de vacas de labranza. Además ya estaba acostumbrado a esos ruidos.
Los ladrones, que entraron aquella noche en la casa del tío Ambrosio para robar, debían saber que en la cuadra también dormía el criado, por lo que procuraron entrar directamente a donde sabían bien donde estaba echado. Los cacos le sorprendieron sumido en profundo sueño de la primera vigilia de la noche, por lo que los amigos de lo ajeno, encontraron el camino fácil de recorrer.
Entraron en la cuadra por un bocarón del pajar de al lado, ya con poca paja y que también era del tío Ambrosio. La cuadra tenía una portillera que comunicaba con el pajar. Todos estos detalles lo debían saber bien los ladrones.
Serían las tres de la mañana, cuando el criado Eugenio se despertó con el ruido que hicieron las cuatro vacas al levantarse. Entonces medio dormido creyó ver envueltos en la oscuridad a dos individuos con un poco de luz en las manos, que se le acercaban al camastro. Él no había podido encender el farol que tenía colgado, encima de su cabecera. El pobre criado quedó tan asustado al encontrarse en esa situación, que perdió toda la voz para poder gritar pidiendo auxilio y despertar a su amo. Los ladrones se subieron a donde estaba Eugenio, le amordazaron y con una maroma que encontraron allí, le ataron al mismo camastro, de modo que no podía moverse, ni hacer nada para librarse de aquellos intrusos maleantes.
Pero de no querido, los ladrones, hicieron el suficiente ruido al intentar desatar y sacar de la cuadra a los animales, como para despertar al tío Ambrosio, que dormía en el cuarto de la cocina, cuya ventanuco daba al corral, frente a la puerta de la cuadra. La tía Tomasa se despertó la primera y llamó a su marido quien se levantó enseguida y asomándose a la ventana, oyó que en la cuadra había cierto ruido sospechoso. Abre un poco los cuarterones y ciertamente, vio que algo estaba pasando en la cuadra.
Al darse cuenta que se habían despertado los que dormían en la vivienda, los dos ladrones salieron corriendo de la cuadra y, huyendo despavoridos, volvieron a saltar a la calle por el mismo bocarón del pajar. por donde habían entrado. Y salieron corriendo hacia las huertas.
Al tío Ambrosio lo que se le ocurrió entonces fue llamar a su vecino, golpeando en la pared que hacía medianía con la casa del tío Miquelón, para pedirle su ayuda.Pero esto sin atreverse a salir al corral. El vecino tardó en despertarse por los golpes en la pared. Cuando, por fin, oyó los fuertes golpes e insistentes que los estaba dando en la pared su vecino Ambrosio, levantándose Miquelón a toda prisa, se asomó por encima de la tapia al corral del tío Ambrosio, pero ya no pudo ver nada, porque los ladrones ya se habían marchado.
A todo esto, la oscuridad que había era propia de una noche sin luna en el cielo y abajo sin luz eléctrica que todavía no había llegado a Villambroz. Saltando por la misma tapia el tío Miguel, se juntó al vecino Ambrosio en el corral, que salía de la vivienda con un farol en la mano. Ya los dos se atrevieron a asomarse a la cuadra, para ver qué pasaba allí.
Los animales estaban ya tan tranquilos. Al entrar ellos con la luz del farol, vieron que las vacas estaban levantadas, así como la yegua seguía pinada y a su lado un potrillo también pinado. Enfocando el farol al camastro, situado en un extremo de la cuadra, en alto, pegando casi en el techo, pudieron ver al pobre criado amordazado y atado, de modo que no se podía mover ni decir nada. El miedo se le notaba hasta por las orejas. Cuando le quitaron la mordaza y le desataron, no era capaz de pronunciar una palabra; no le salía la voz para contar lo que le había pasado.
Aunque no tengo constancia, pues nuestro cronista también lo desconoce, es si los ladrones se llevaron algún animal, pero lo más seguro es que no lo consiguieran, ya que las puertas grandes de la calle seguían trancadas. Cuestionado alguno de los viejos del lugar, nos contaba uno que había oído a su abuelo hablar sobre este caso y que se hablaba por el pueblo que los ladrones debían tener alguna relación con algún vecino y que les había dado falsa información, como que esa noche estaría ausente el tío Ambrosio. Sin embargo no me hagáis caso porque pienso que todas estas referencias no dejan de ser mera habladurías, muy propias, por otra parte de los pueblos rurales.
También es de suponer que el tío Ambrosio, tal vez acompañado de su vecino y amigo Miguel, a la mañana siguiente, muy temprano cogerían sus yeguas e irían a Saldaña o a Villada a dar parte del hecho a la guardia civil. Mi relato queda aquí terminado, porque no considero necesario abrir ahora las puertas a la imaginación y rellenar el evento con más escenas posibles.
4. EL PARAMO REGADO CON SANGRE
Este otro retazo rural lo podríamos titular algo así como el “Páramo regado con sangre”. La pureza de nuestros campos se vio manchada un fatídico día de verano de 1936, con la sangre de unas personas
vil e injustamente ejecutadas por sus crueles enemigos. Aunque Villambroz y sus alrededores estuvo siempre en zona “nacional”, sin embargo no pudo librarse de ser también testigo de la violencia bélica y de la crueldad que conlleva toda guerra civil.
El vecino Mateo, que entre otros oficios ejercía el de cortador, era muy dado a hacer incursiones por los caminos, para comprar animales y vender luego la carne que él cortaba en su pequeño matadero, hecho en un pajar de su misma casa. Una mañana como otra cualquiera, Mateo Villasur había madrugado algo y con el macho tordo marchó a vender la carne de unas ovejas que había matado la noche anterior.
Yendo por la carretera dirección Sahagún, a la altura del pago de Villambroz, la Lobera, el silencio que reinaba por allí a esas horas tempranas de la mañana, se rompía con unos tenues gemidos como de persona y que venían de un lado no muy apartado de la carretera, de una tierra, aquel año en barbecho. El iba montado en su tranquilo macho. Para cerciorarse, mandó parar al animal, y casi sin
respirar, estuvo quedo unos segundos para escuchar mejor. Ciertamente oyó algo como unos débiles quejidos, que procedían de una tierra lindante a la carretera. Empezó a entrarle tal miedo en el cuerpo, que tuvo que hacer un esfuerzo para sobreponerse al susto y no caer del macho.
Al apearse notó que las piernas le temblaban. Dejó al pacífico animal en la cuneta y él se dirigió hacia el lugar e donde le parecía que salía aquel gemido, que cada vez lo sentía más tenue.Se acercó más y se encontró con el dantesco espectáculo de una gran hoya, llena de cuerpos ensangrentados y muertos. Todos amontonados, pues no habían hecho otra cosa aquellos verdugos que arrojarlos al hoyo, sin ninguna otra consideración, que tratar de borrar la huella de aquel horrendo crimen. Los lamentos que Mateo había oído se habían apagado. A pocos metros de la hoya le pareció ver el cadáver de una persona todo lleno de tierra envuelta con sangre.
El cortador de Villambroz no lo dedujo entonces, pero lo más seguro fue que los verdugos lo había fusilado como a los demás, pero no les dio tiempo darle el tiro de gracia y la víctima había logrado salir como pudo de la hoya mortuoria y arrastrándose por el suelo se había apartado unos metros. Algunos viejos del lugar oyeron contar que, algunos cuando llegaron a la Lobera, aún vieron a uno agonizando a pocos metros de la fosa común en la que estaban metidos los cuerpos muertos. La gente pensaba supuestamente que esta persona habría logrado escapar al bajarles de la camioneta, y los mismos verdugos le habrían tiroteado, pero con la prisa con que lo hacían todo, no le pudieron rematar.
Transpuesto y dominado por el susto, Mateo nunca supo explicar cómo logró montar de nuevo en el macho y volver a toda prisa al pueblo para contar la escena espeluznante que acababa de ver en la Lobera. La lengua se le enredada y trafulcaba las palabras. No sabía cómo decirlo. Tenía el rostro desencajado y pálido; con voz temblorosa apenas podía describir el horrendo espectáculo con el que se había encontrado en aquella tierra de la Lobera.
Al oír lo contado por el cortador Mateo, inmediatamente, mucha gente subió a la Lobera para ver qué había pasado y acabar de comprender lo que su vecino trifurcadamente les había intentado contar.
Este caso fue uno más de entre otros muchos que se dieron en tierras de uno y en otro bando, rojos para unos y nacionales para otros. El que nos ocupa ahora, ciertamente tuvo que ser obra de gente del
bando nacional, porque esto sucedió en zona nacional. Como otras veces, habrían hecho una batida por los pueblos, Dios sabe cuáles, y habrían llenado una camioneta con todos los presuntos de izquierda denunciados por los alcaldes y otras autoridades, civiles y eclesiásticas. Les habían dado el preceptivo “paseo” y los trajeron a nuestro terreno para ejecutarlos y dejarlos para que los enterraran los de los pueblos..
De la camioneta aparcada en la carretera, los tirarían en la gran fosa, que previamente habían obligado a unos paisanos de Terradillos a cavarla, y allí los fusilaron a todos. Claro está, las prisas con que se hacía esas cosas, provocaba situaciones dantescas como la de dejar a alguno fusilado, no del todo muerto. Los verdugos se marcharían a toda prisa, dejando a los moribundos expirar entre dolores y lamentos, hacinados dentro de las fosas comunes. Según luego se supo, al pasar por Terradillos, encargaron a los mismo fosores que fueran a tapar a los muertos.
Cuando Mateo pasó la primera vez, se ve que los verdugos acababan de marchar a toda prisa, dejando fusilados y a medio morir a alguno. Lo que había producido aquella escena dantesca, que manchó de sangre al páramo de Villambroz.
Este cruento acontecimiento en nuestro pacífico terreno no fue un hecho aislado en aquellos revueltos años. En la zona nacional era muy corriente dar el “paseo” final a personas cuya ideología no coincidía con la política de los nacionales. Lo mismo se dio en la zona republicana con los de ideología política nacional. En zona roja piquetes del frente popular visitaban las casas de los ricos, de los católicos, sacerdotes, religiosos y religiosas… y los llevaban a las checas, cárceles, para luego darles el
“paseo”, y sin más juicios, fusilarlos y dejarlos muertos en las cunetas, a las paredes de los mismos cementerios… en fosas comunes en el campo, obligando a los vecinos de los pueblos a cavarlas y luego tapar a los muertos.
El padre de nuestro herrero, vecino de San Martín de Cueza, con otros del mismo pueblo, también fue paseado, fusilado y luego enterrado en un lugar desconocido para sus familiares. Solamente porque
fue acusado de ser republicano.
En el pueblo leonés, San Pedro de Valderaduey, siendo párroco el mismo que lo había sido unos años antes en Villambroz, D. Indalecio, fue visitado varias veces por individuos venidos de no se sabe dónde, preguntándole por la identidad de los vecinos republicanos, para darles el correspondiente “paseo” y fusilarlos. Gracias a la negativa del sacerdote, y eso que tenía más que suficientes motivos para delatarlos, los republicanos de este pueblo se salvaron de ser fusilados, gracias a la bondad del sacerdote Indalecio.
Y tengo entendido también que el presidente de Villambroz fue visitado en su día por unos falangistas, preguntándole por aquellos de ideología republicana que le miraban mal, para llevárselos a darles el “paseo”. La negativa del alcalde libró de la misma suerte mortal cruel que habían recibido los enterrados en la Lobera.
3. COSAS DE LA GUERRA EN MATASUSERAS
Era en pleno agosto de uno de los tres años en los que España entera estaba metida en la conflagración civil de unos españoles contra otros, también españoles. De Villambroz habían marchado a la guerra todo el cogollo del pueblo; solamente habían quedado los mayores, las mujeres y la gente menuda. Esta población fue la encargada de hacer las sementeras y los veranos de esos tres años de guerra. En las eras solamente se oían voces infantiles, porque las de los mayores y mujeres, que también estaban trillando, habían sido apagadas por la tristeza de tener alguno de la familia luchado a vida y muerte en las trincheras. Incluso algunas familias ya habían recibido la luctuosa noticia de que ya no volverían a ver al hijo o al hermano porque la metralla le había quitado la vida.
En este escenario bélico del páramo de Villambroz, aquel año fatídico de la guerra civil española del
treinta y seis, treinta y siete o treinta y ocho, aquella gente pacífica, pero diezmada, un día de verano amaneció alarmada, porque más temprano que de costumbre, el fresquero, junto con los chicharros, traía la noticia alarmante de que una avioneta, que decía la gente era del bando rojo, había caído en las
Tiendas y los ocupantes la habían prendido fuego, se supone, para hacerla desaparecer. Los presuntos soldados rojos, venían hacia nuestro monte, huyendo de la guardia civil, que ya había salido en su busca.
En un primer momento, la gente de Villambroz así recibió la noticia, tal y como el fresquero lo había oído contar en Ledigos, de donde venía vendiendo pescado. Pero el tiempo se encargó de darles la verdad completa.
Sus ocupantes notaron que la avioneta comenzaba a fallarles, por lo que se vieron obligados a hacer un aterrizaje forzoso, sin saber en dónde iban a caer. En el campo del caserío de la Tiendas, un antiguo monasterio, encontraron “la pista de aterrizaje“. Tras consultar el mapa, conocieron aproximadamente en qué terreno se encontraban, zona nacional, por lo tanto, era campo enemigo.
Al ver que la reparación era imposible hacerla ellos en aquella circunstancia, decidieron incendiar la avioneta para quitar todo rastro de la identidad de sus ocupantes, por temor a ser capturados por sus enemigos, los nacionales. Pues, como es de suponer, este hecho no podía pasar desapercibido
por los lugareños.
Así que, recogiendo todas sus pertenencias en los macutos, y el armamento que llevaban en la avioneta y ahora podían transportar a mano, emprendieron la huida, dirigiéndose hacia la parte norte, a la montaña leonesa y palentina, que ya veían en lontananza. Como eran militares, sabían bien que la zona nacional terminaba en aquellas montañas, de modo, que si lograban llegar allí, ya zona roja, estarían a salvo.
Qué acontecimiento tenía que ser para el pueblo, que cambió el ritmo de vida aquel día de pleno verano. El saber que aquellos enemigos rojos vagaban huidos por su monte de Mata suseras, reavivó en ellos toda clase de sentimientos contra aquellos que eran los culpables de que sus hijos y hermanos no estuvieran con ellos trillando en las eras del pueblo.
El bullicio y movimiento característico de este tiempo en las eras, se paralizó casi al completo. Ya en
aquellos días estaban afanados en la trilla del centeno. Tal vez iban un poco atrasados, porque los que estaban haciendo el verano eran solamente las mujeres, los chiguitos y los hombres mayores que no habían sido llamados a luchar.
Al oír lo que el fresquero había contado, los hombres, los jóvenes que aún no tenían la edad para ir al frente y también los chiguitos, llevados por el prurito que da la curiosidad satisfecha, abandonaron los trillos y demás trabajos, lanzándose al monte a la búsqueda de aquellos rojos “malos”.
La gente asustada y despavorida había quedado en las eras, mientras los hombres, unos armados con horcones, otros con palos, y tan solo uno con una escopeta de caza, subieron al alto de Mata suseras, por donde se decía que venían los accidentados rojos, huyendo de la guardia civil, que sospecharían estarían ya buscándolos.
El pequeño “ejército” de voluntarios de Villambroz, todos juntos fueron por la cañada grande a subir a
Mata suseras por Valdeazme. Y ciertamente, pronto vieron a lo lejos a cuatro individuos, al parecer cargados con macutos y las metralletas al hombro, que caminaban por toda la raya de Terradillos con dirección hacia Guardo, zona, que sabían ellos ya no era nacional, sino roja y en la que predominaba el “rojerío”. Por lo visto estaban bien enterados del lugar en donde habían caído y hacia donde tenían que dirigir sus pasos, para no “perder el pellejo”, que diría Manolo, el caminero de Villambroz.
Al grupo de hombres armados con palos, horcas, y la única escopeta que llevaba Remigio, se les había unido también una pandilla de chiguitos unos y jovenzuelos otros, llevados por la curiosidad infantil. Estos chiguitos de entonces, hoy, los que viven ya octogenarios, han sido los transmisores de lo sucedido aquella jornada del mes de agosto en el Páramo de Villambroz. Pero, claro, los datos aportados por la gente pequeña, siempre van mezclados con otros datos fruto de las fantasías infantiles, restándoles a los sucedidos parte de fiabilidad histórica y dándoles cierto cariz novelesco.
Esta foto de abajo esta hecho en Matasuseras, y en el carrasco que está en el centro, fue precisamente donde estaban escondidos los cuatro rojos huidos, cuando los de Villambroz los encontraron y los cogieron. Entonces Matasuseras era monte bajo con matorrales de robles y carrascos ,
Los rojos huidos venían por el monte, escondiéndose en los matorrales cuando sospechaban pudieran ser vistos. Pero como no conocían bien el terreno que pisaban, andaban de un lado para el otro, como sin rumbo fijo. Su intención era ir para Guardo, pues se ve que lo habrían consultado en el mapa que llevaban, y sabían bien que la zona nacional que estaban pisando, terminaba en la montaña. Y para allí dirigían.
En el alto de Mata suseras, los hombres del pueblo dieron con ellos. Los huidos, al ver aquel tropel de gente y que les pareció iban hacia ellos, no dieron importancia, porque pensaron que no eran más que gente curiosa de pueblo, meros campesinos, que no les podían hacer gran cosa. Comentaron luego, que de haber sabido las intenciones de aquella tropa de campesinos, hubieran echado mano de las armas que llevaban y los hubieran liquidado a todos.
-¿No oís ruidos? –Uno llamaba la atención a los otros tres
-¡Calla! Sí, es verdad. Y se oye hablar a gente. –Aseveraba otro.
-Mirad. Como si viniera gente. Vamos a escondernos un poco en esas matas –intervenía así el tercero.
-Mira. Ya veo a gente. Y parece que son muchos. –aseguraba uno.
-Es verdad. Yo también lo estoy viendo. ¡Va! Son gente de pueblo. Estos no nos pueden hacer nada. Tiramos unos cuantos tiros al aire y los espantamos. Ya veréis cómo marchan corriendo llenos de miedo.
Y continuaron guardados entre los matorrales, a ver qué hacía a aquella gente.
-Estos paisanos se están acercando cada vez más. Vienen a por nosotros. Nos van a encontrar. ¿Arremetemos contra ellos antes que estén encima de nosotros y nos cojan como a conejos en sus madrigueras.
-Qué va. No hace falta. Pero si son unos pobres hombres de ese pueblo que está en lo bajo. No nos harán nada.
Menos mal que no lo hicieron, porque vaya matanza que hubieran hecho de haber tiroteado a aquellos paisanos desarmados. Villambroz se hubiera quedado completamente diezmado, casi sólo viudas y los mayores y la gente pequeña.
Pero no fue así. Cuando los cuatro rojos quisieron reaccionar, ya llegaron tarde, pues ya les habían rodeado. De pronto se lanzaron a ellos y los cogieron. No tuvieron más remedio que dejarse coger. Les ataron las manos atrás con cintos y cuerdas que llevaban algunos y los bajaron al pueblo.
En las Escaleras se personó la guardia civil de Villada y Saldaña. Qué fácil les salió la captura de la presa. Todo gracias a la valentía inconsciente de los hombres de Villambroz. Después de ponerles las esposas reglamentarias, se plantearon a que cuartel los tenían que llevar. Surgió una discusión entre los guardias civiles de los dos Discusión de la que fueron testigos los verdaderos captores de las
piezas. Es que a aquellos guardias civiles se les había presentado la ocasión de hacer méritos para subir la graduación en el Cuerpo. Parece que los llevaron a Villada, porque la zona donde había caído la avioneta pertenecía al cuartelillo de Villada.
La voluntariosa patrulla de Villambroz, volvieron al pueblo todo ufanos porque habían sido unos valientes defensores de la patria. Las mujeres seguían en las eras. Era ya más de media tarde cuando se presentaron a reanudar la labor de la trilla y liberar un poco del trabajo a las mujeres.
Aquella tarde de principio de agosto y días sucesivos, la gente no tenía otro tema de conversación, que seguir comentando la odisea de aquella mañana en el monte de Mata suseras. Algunas de las trilladoras llegaron a sentirse orgullosas por la valentía que habían demostrados sus maridos y en su caso, los hijos.
En Villambroz ya perdieron todo contacto con el acontecimiento de aquel día. Lo que se supo luego, no dejaba de ser más que meras habladurías y suposiciones, muchas de ellas infundadas. Se llegó a decir, incluso, que aquellos cuatro accidentados rojos habían sido fusilados sin más y enterrados sus cuerpos en una tierra, no lejos de Villambroz. Aunque nunca se ha sabido exactamente cuál era el lugar.
Pero parece que no fue así. Pues las otras noticias que iban más por el camino de la verdad, decían que habían metido en la cárcel a los cuatro ocupantes de la avioneta. Rojos sí que lo eran, y los habían juzgado pronto y mandados a un penal. Pero como tres de ellos eran unos simples soldados sin más, que lo único que habían hecho era cumplir órdenes superiores, pronto los dejaron libres. No así con el cuarto que era el mando. ¿Qué es lo que hicieron con él? Lo más seguro es que harían con este militar rojo, lo mismo que los del otro bando, los rojos hacían con los prisioneros del bando nacional. Desgraciadamente, sería fusilado. ¡Cosas de la guerra!
2. ¿SECUESTRO FALLIDO?
Era en pleno agosto de uno de los tres años en los que España entera estaba metida en la conflagración civil de unos españoles contra otros, también españoles. De Villambroz habían marchado a la guerra todo el cogollo del pueblo; solamente habían quedado los mayores, las mujeres y la gente menuda. Esta población fue la encargada de hacer las sementeras y los veranos de esos tres años de guerra. En las eras solamente se oían voces infantiles, porque las de los mayores y mujeres, que también estaban trillando, habían sido apagadas por la tristeza de tener alguno de la familia luchado a vida y muerte en las trincheras. Incluso algunas familias ya habían recibido la luctuosa noticia de que ya no volverían a ver al hijo o al hermano porque la metralla le había quitado la vida.
En este escenario bélico del páramo de Villambroz, aquel año fatídico de la guerra civil española del treinta y seis, treinta y siete o treinta y ocho, aquella gente pacífica, pero diezmada, un día de verano amaneció alarmada, porque más temprano que de costumbre, el fresquero, junto con los chicharros, traía la noticia alarmante de que una avioneta, que decía la gente era del bando rojo, había caído en las
Tiendas y los ocupantes la habían prendido fuego, se supone, para hacerla desaparecer.Los presuntos soldados rojos, venían hacia nuestro monte, huyendo de la guardia civil, que ya había salido en su busca.
En un primer momento, la gente de Villambroz así recibió la noticia, tal y como el fresquero lo había oído contar en Ledigos, de donde venía vendiendo pescado. Pero el tiempo se encargó de darles la verdad completa.
Sus ocupantes notaron que la avioneta comenzaba a fallarles, por lo que se vieron obligados a hacer un aterrizaje forzoso, sin saber en dónde iban a caer. En el campo del caserío de la Tiendas, un antiguo monasterio, encontraron “la pista de aterrizaje“. Tras consultar el mapa, conocieron aproximadamente en qué terreno se encontraban, zona nacional, por lo tanto, era campo enemigo.
Al ver que la reparación era imposible hacerla ellos en aquella circunstancia, decidieron incendiar la avioneta para quitar todo rastro de la identidad de sus ocupantes, por temor a ser capturados por sus enemigos, os nacionales. Pues, como es de suponer, este hecho no podía pasar desapercibido or los lugareños.
Así que, recogiendo todas sus ertenencias en los macutos, y el armamento que llevaban en la avioneta y ahora odían transportar a mano, emprendieron la huida, dirigiéndose hacia la parte norte, a la montaña leonesa y palentina, que ya veían en ontananza. Como eran militares, sabían bien que la zona nacional terminaba en quellas montañas, de modo, que si lograban llegar allí, ya zona roja, estarían a salvo.
Qué acontecimiento tenía que ser ara el pueblo, que cambió el ritmo de vida aquel día de pleno verano. El saber ue aquellos enemigos rojos vagaban huidos por su monte de Mata suseras, eavivó en ellos toda clase de sentimientos contra aquellos que eran los clpables de que sus hijos y hermanos no estuvieran con ellos trillando en las ras del pueblo.
El bullicio y movimiento aracterístico de este tiempo en las eras, se paralizó casi al completo. Ya en quellos días estaban afanados en la trilla del centeno. Tal vez iban un poco trasados, porque los que estaban haciendo el verano eran solamente las ujeres, los chiguitos y los hombres mayores que no habían sido llamados a luchar.
Al oír lo que el fresquero había ontado, los hombres, los jóvenes que aún no tenían la edad para ir al frente y ambién los chiguitos, llevados por el prurito que da la curiosidad satisfecha, bandonaron los trillos y demás trabajos, lanzándose al monte a la búsqueda de quellos rojos “malos”.
La gente asustada y despavorida había quedado en las eras, mientras los hombres, unos armados con horcones, otros con palos, y tan solo uno con una escopeta de caza, subieron al alto de Mata suseras, por donde se decía que venían los accidentados rojos, huyendo de la guardia civil, que sospecharían estarían ya buscándolos.
El pequeño “ejército” de voluntarios de Villambroz, todos juntos fueron por la cañada grande a subir a
Mata suseras por Valdeazme. Y ciertamente, pronto vieron a lo lejos a cuatro individuos, al parecer cargados con macutos y las metralletas al hombro, que caminaban por toda la raya de Terradillos con dirección hacia Guardo, zona, que sabían ellos ya no era nacional, sino roja y en la que predominaba el “rojerío”. Por lo visto estaban bien enterados del lugar en donde habían caído y hacia donde tenían que dirigir sus pasos, para no “perder el pellejo”, que diría Manolo, el caminero de Villambroz.
Al grupo de hombres armados con palos, horcas, y la única escopeta que llevaba Remigio, se les había unido también una pandilla de chiguitos unos y jovenzuelos otros, llevados por la curiosidad infantil. Estos chiguitos de entonces, hoy, los que viven ya octogenarios, han sido los transmisores de lo sucedido aquella jornada del mes de agosto en el Páramo de Villambroz. Pero, claro, los datos aportados por la gente pequeña, siempre van mezclados con otros datos fruto de las fantasías infantiles, restándoles a los sucedidos parte de fiabilidad histórica y dándoles cierto cariz novelesco.
Los rojos huidos venían por el monte, escondiéndose en los matorrales cuando sospechaban pudieran ser vistos. Pero como no conocían bien el terreno que pisaban, andaban de un lado para el otro, como sin rumbo fijo. Su intención era ir para Guardo, pues se ve que lo habrían consultado en el mapa que llevaban, y sabían bien que la zona nacional que estaban pisando, terminaba en la montaña. Y para allí dirigían.
En el alto de Mata suseras, los hombres del pueblo dieron con ellos. Los huidos, al ver aquel tropel de gente y que les pareció iban hacia ellos, no dieron importancia, porque pensaron que no eran más que gente curiosa de pueblo, meros campesinos, que no les podían hacer gran cosa. Comentaron luego, que de haber sabido las intenciones de aquella tropa de campesinos, hubieran echado mano de las armas que llevaban y los hubieran liquidado a todos.
-¿No oís ruidos? –Uno llamaba la atención a los otros tres
-¡Calla! Sí, es verdad. Y se oye hablar a gente. –Aseveraba otro.
-Mirad. Como si viniera gente. Vamos a escondernos un poco en esas matas –intervenía así el tercero.
-Mira. Ya veo a gente. Y parece que son muchos. –aseguraba uno.
-Es verdad. Yo también lo estoy viendo. ¡Va! Son gente de pueblo. Estos no nos pueden hacer nada. Tiramos unos cuantos tiros al aire y los espantamos. Ya veréis cómo marchan corriendo llenos de miedo.
Y continuaron guardados entre los matorrales, a ver qué hacía a aquella gente.-Estos paisanos se están acercando cada vez más. Vienen a por nosotros. Nos van a encontrar. ¿Arremetemos contra ellos antes que estén encima de nosotros y nos cojan como a conejos en sus madrigueras.
-Qué va. No hace falta. Pero si son unos pobres hombres de ese pueblo que está en lo bajo. No nos harán nada.
Menos mal que no lo hicieron, porque vaya matanza que hubieran hecho de haber tiroteado a aquellos paisanos desarmados. Villambroz se hubiera quedado completamente diezmado, casi sólo viudas y los mayores y la gente pequeña.
Pero no fue así. Cuando los cuatro rojos quisieron reaccionar, ya llegaron tarde, pues ya les habían rodeado. De pronto se lanzaron a ellos y los cogieron. No tuvieron más remedio que dejarse coger. Les ataron las manos atrás con cintos y cuerdas que llevaban algunos y los bajaron al pueblo.
En las Escaleras se personó la guardia civil de Villada y Saldaña. Qué fácil les salió la captura de la presa. Todo gracias a la valentía inconsciente de los hombres de Villambroz. Después de ponerles las esposas reglamentarias, se plantearon a que cuartel los tenían que llevar. Surgió una discusión entre los guardias civiles de los dos cuarteles. Discusión de la que fueron testigos los verdaderos captores de las iezas. Es que a aquellos guardias civiles se les había presentado la ocasión de hacer méritos para subir la graduación en el Cuerpo. Parece que los llevaron a Villada, porque la zona donde había caído la avioneta pertenecía al uartelillo de Villada.
La voluntariosa patrulla de Villambroz, volvieron al pueblo todo ufanos porque habían sido unos valientes defensores de la patria. Las mujeres seguían en las eras. Era ya más de media tarde cuando se presentaron a reanudar la labor de la trilla y liberar un poco del trabajo a las mujeres.
Aquella tarde de principio de agosto y días sucesivos, la gente no tenía otro tema de conversación, que seguir comentando la odisea de aquella mañana en el monte de Mata suseras. Algunas de las trilladoras llegaron a sentirse orgullosas por la valentía que habían demostrados sus maridos y en su caso, los hijos.
En Villambroz ya perdieron todo contacto con el acontecimiento de aquel día. Lo que se supo luego, no dejaba de ser más que meras habladurías y suposiciones, muchas de ellas infundadas. Se llegó a decir, incluso, que aquellos cuatro accidentados rojos habían sido fusilados sin más y enterrados sus cuerpos en una tierra, no lejos de Villambroz. Aunque nunca se ha sabido exactamente cuál era el lugar.
Pero parece que no fue así. Pues las otras noticias que iban más por el camino de la verdad, decían que habían metido en la cárcel a los cuatro ocupantes de la avioneta. Rojos sí que lo eran, y los habían juzgado pronto y mandados a un penal. Pero como tres de ellos eran unos simples soldados sin más, que lo único que habían hecho era cumplir órdenes superiores, pronto los dejaron libres. No así con el cuarto que era el mando. ¿Qué es lo que hicieron con él? Lo más seguro es que harían con este militar rojo, lo mismo que los del otro bando, los rojos hacían con los prisioneros del bando nacional. Desgraciadamente, sería fusilado. ¡Cosas de la guerra!
1. De cuatro "charutos" se quemaron dos
Según la época del año, aparecían vendedores de uvas de Toro, melones de Villaconejo, naranjas de Valencia, pimientos de la huerta murciana… y de vez en cuando, algún vendedor o vendedora esporádicos de algún pueblo de los alrededores, que venía a vender, al por menor, fruta del tiempo, la cosecha de un par de frutales plantados por sus abuelos en el huertecillo de su casa: perucos, ciruelas, peras, guindas...
Pues sí, gracias a una vendedora ambulante de guindas, vecina de Villalcón, dos chiguitos de Villambroz se libraron de las llamas, de las que fueron pasto los otros dos compañeros. Como siempre iban juntos a jugar y hacer sus travesuras infantiles, se granjearon de la gente el apelativo de los cuatro “charutos”. Y es que provistos de dos latitas de escabeche y dos chiflos, recorrían muchas veces las calles tocando semejantes instrumentos, rememorando lo que habían visto en la última fiesta del pueblo.
Una tarde calurosa de principios de junio, mientras los demás chiguitos en edad escolar estaban cantando la tabla de multiplicar y recitando la lista de ríos y cabos de España en la escuela, los cuatro charutos estaban entretenidos con sus juegos infantiles. Debían tener menos de seis años, porque todavía no habían entrado en la escuela, ya que entonces se exigía haber cumplido esta edad. Esa tarde habían salido del pueblo a los prados de la Corzuela. La suerte les había sonreído, pues venían por el sendero del caño tan contentos, porque habían cogido un pájaro. Y, como lo habrían oído alguna vez a los otros chiguitos mayores, pensaron que lo podrían asar también ellos para comérselo. Los ignorantes chiguitos no sabían que era muy poco lo que se puede comer de un gorrión. Pues bien, de los cuatro, dos pensaron otra cosa y se separaron. Los que no quisieron asar el pájaro se fueron para la carretera. Y los otros dos tiraron por el senderillo de la torre para ir a asar al pardal en algún sitio que no les viera nadie.
Cuando los dos chiguitos salen a la carretera, ven venir en su carrito a la tía Vicenta de Villalcón, con fruta del tiempo. En aquellas fechas de junio lo que más traía eran guindas y perucos. Entonces estos dos niños fueron detrás de la mujer vendedora para que, cuando salieron sus madres a comprar, les dieran un puñadito de guindas.
Mientras tanto, los otros dos niños, Martín y David, entraron en un pajar, situado en la acera de enfrente de la casa del tío Ángel, de quien debía de ser entonces el pajar. Más aún, algún tiempo allí ataba el burro. Uno de los niños, Martín, era sobrino del tío Ángel Santos y Juliana Delgado, razón por la que otras veces habrían escogido también ese pajar, como escenario de sus juegos infantiles. Y esta tarde pre veraniega pensaron que este pajar era el mejor sitio para asar el pardal cazado, por la Nava, detrás del caño.
Villambroz estaba completamente ausente de la tragedia que se le avecinaba. Cada uno estaba ocupado en sus lugares y tareas respectivos. Las mujeres haciendo las labores del hogar, cosiendo, hilando, ganchillo, bordando, echando de comer a los conejos... Los hombres trabajando en el campo, en las tierras, tal vez algunos preparando los dalles, horcas y rastros para comenzar a segar los prados, en la cercana “semana de la hierba”, segunda quincena de junio. En el monte los pastores cuidando los ganados. Y los chiguitos y chiguitas en la escuela, terminando ya el curso escolar. Y los niños más pequeños, como estos cuatro charutos, entretenidos con sus juegos, en los corrales de sus casas o callejeando por el pueblo. Aquella tarde nadie barruntaba nada trágico.
Pero la tragedia sí llamó a las puertas del pueblo aquel día claro y azul de junio. Los dos niños, el hijo de Miguel y Perpetua, David, y Martín, hijo de Joaquín y Paula, consiguieron abrir la vieja puerta del pajar y entraron para hacer una pequeña hoguera, donde asar el pardal que habían cogido por la Nava. En la parte del pajar que había sido un tiempo cuadra del burro del tío Ángel, con la paja que había tirada por el suelo hicieron un montoncito y lo prendieron fuego. Los inocentes chiguitos, en un descuido natural en unos niños, dejaron que la hoguera se hiciera más grande al incendiarse la poca paja que había por el suelo. Cuando quisieron darse cuenta, el fuego se había propagado demasiado, llenándose el pajar de humo. Los pobres chiguitos ya no pudieron apagar el fuego. Entonces, completamente aturdidos por el miedo, inocentemente, en vez de salir corriendo a la calle, se escondieron en un rincón del pajar, pues allí los encontraron acurrucados y muertos por la inhalación del humo.Aquella tarde fatal de junio vistió de luto a todo el pueblo. Cuando alguien vio que salía humo del pajar del tío Ángel, avisó a la gente que acudió inmediatamente, pero cuando pudieron entrar, se encontraron a los dos chiguitos ya muertos.
Hecho el levantamiento de los cadáveres por el juez, los llevaron a la casa la villa, donde les hicieron la autopsia. Acabados los trámites legales, en la misma casa la villa todo el pueblo acompañó a las dos familias para velar los cuerpecitos de los dos charutos, David y Martín. Desde aquel fatal acontecimiento, los chiguitos de Villambroz tardaron mucho tiempo de quitarse de la cabeza la imagen de los dos niños quemados. Siempre que pasaban por delante de aquel pajar, se les reavivaba el recuerdo de los dos pequeños “charutos” quemados en Villambroz.
Eventos narrados en el libro de Basilio Velasco Delgado: "VILLAMBROZ. El poder de un pasado rural"
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