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personajes   reales   en    el  pasado   de    Villambroz 

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Domingo y Feliciana
  
   Pues le llegó el día de la verdad a la tía Feliciana, mujer del tío Domingo, al que dejaba viudo con tres hijas. Corría de boca en boca por el pueblo que las relaciones en este matrimonio no eran muy allá. Por lo que se decía, ella le estaba haciendo a su marido la vida imposible. Pero claro, entonces en los pueblos todavía no se llevaba eso del divorcio. Por lo que el tío Domingo se vistió de paciencia para aguantar las intempestivas de su ya bastante enferma Feliciana, hasta que le llegara el fin deseado por parte suya. 

   Esperaba, precisamente este momento que estaba viviendo ahora. Los hombres solían esperar al mismo día del entierro para visitar, en este caso a la difunta Feliciana y transmitir sus condolencias al viudo Domingo. Para el momento, se había puesto el traje de paño negro, chaleco también de pana oscura y camisa blanca, con todos los botones dados, y un pañuelo negro al cuello. Y ese día habían cambiado los chócolos que llevaba siempre, por una botas también negras y lustrosas, las que solía lucir los domingos y fiestas de guardar.   

-Qué se va hacer, Domingo, te acompaño en el sentimiento. Son cosas de la vida.    Así daba el pésame Román al hombre que acababa de perder a su mujer. Aunque bien sabía lo que había habido en la relación entre él y la difunta. Pero el momento no pedía otra cosa que darle el pésame a su vecino.
-Gracias, gracias, Román. E iban pasando los hombres dándole el pésame. Muy mal tenían que estar las relaciones de vecindad, para que no pasaran por la casa mortuoria.
-Domingo, hoy te ha tocado a ti, lo siento mucho, mucho. Este era su amigo Teodoro, del que Domingo le recibía el pésame estrechándole las manos, al mismo tiempo que le decía: 
-Es verdad, es verdad, Teodoro, pero “esto… ¡antes, antes!”. Así correspondía Domingo con toda sinceridad al pésame de su amigo.
    Agradecimiento peculiar del neo viudo, que si no fuera por el momento que se producía, hubiera hecho reír a los que lo pudieron oír La sonrisa se la guardaron para otro momento y otro día.
   El alivio que había sentido Domingo con la muerte de la Feliciana, pedía, más bien, le felicitaran en aquellos momentos. El tío Domingo recibió la viudez como una liberación de la tensa convivencia con su difunta mujer, sobre todo en los últimos años de su vida, maltrecha por la enfermedad.

   Pasado el tiempo después de la muerte de la tía Feliciana, yendo el cronista por el camino de Villota, a ambos lados no se veía más que tierras y tierras. En esta época del año el campo presenta un monótono color rojizo tenue. Es la sementera y los arados han vuelto la tierra y escondido el color verde de las hierbas que habían retoñado.
   El día invitaba a quedarse en casa, pues aunque no es que hiciera frío, venía un poco de aire de cierzo, picando a las montañas de arriba, que hacía al ambiente fuera desapacible.
   Pero no todos podían hacer caso a la invitación del tiempo otoñal, escogiendo entre quedarse en casa o salir al campo a trabajar. La siembra del cereal había que hacerla sin dilación, aprovechando que la tierra se había humedecido algo con la lluvia caída hacía unos días.
   Apenas habíamos dejado atrás el pueblo, a la altura de Vallejón chiguito, vemos a dos mozas labrando en una tierra. Como luego supe, la mayor se llamaba Catalina, llevaba al hombro una cebadera de la que sacaba acompasadamente puñados de grano de centeno y los esparcía con maestría por la tierra. Detrás de ella, Ana, la otra moza, segunda de las tres hermanas, iba sosteniendo por las manillas un arado, tirado por un par de vacas. A la chica se la veía que tenía que calcar bastante para que la reja entrara en la tierra que debía estar aún dura. Por lo visto, la lluvia de los días pasados había sido todavía escasa e insuficiente para arar la tierra.
   Las dos hermanas mayores estaban sembrando un centeno. Y según nos dijeron ellas mismas, la hermana más pequeña, Brígida, se había quedado en casa al cuidado de su padre. Había cogido frío el día anterior y la fiebre le obligaba a quedarse en cama, guardando cama. Era el tío Domingo, recientemente viudo, no hacía mucho tiempo, de la tía Feliciana, que acabamos de conocer también más arriba.
   También la moza pequeña se había quedado en casa para hacer las labores domésticas. Sus dos hermanas volverían a mediodía del campo, cansadas y con pocas ganas de hacer otras cosas, que no fuera aposentarse bien en la trébede y descansar. Así que la pequeña tenía que tener todo a punto: limpieza, lavado, comida, echadas de comer las gallinas, al gocho, conejos... Porque de todo esto tenía el hogar del tío Domingo, cuando su mujer Feliciana le dejó viudo, y sus hijas se habían comprometido a mantenerlo.

 
El viudo Tomas y sus hijas

   El tío Tomás ya hacía tiempo que había perdido a su mujer, Catalina Era viudo, pero seguía siendo el cabeza de familia. Su puesto en aquel hogar, lo tenía bien claro a quien correspondía. Sus hijas harían lo que quisieran, pero contando siempre con él en todo lo que le correspondía como padre-madre de ellas. Así que,además de ser él el que organizaba las labores agrícolas, también le pertenecía al tío Tomás la organización social de la familia. En definitiva, era a él a quien le correspondía tomar también la última decisión en las relaciones
amorosas de sus hijas. 
   Y así sucedió, que la hija menor, Felisina, salía ya largo tiempo con un joven del pueblo vecino, Villambrán, del que, por cierto, era originario el padre de la moza. La relación fue madurando, no precisamos el tiempo exacto, hasta decidirse sellar su amor ante el altar de la iglesia. No faltaría más. Sus padres se habían casado por la religión y ellas, las hijas no iban a ser menos.Además en el pueblo todas las bodas se hacían en la iglesia. Es que ni siquiera se les había pasado por la cabeza el prescindir del rito religioso del matrimonio y sustituirlo por la ceremonia civil. De hacerlo, sus hijas hubieran sido las primeras en toda la historia de Villambroz. Pero las hijas del tío Tomás no estaban por esa labor. 
   Para ello, cuando los novios ya se decidieron contraer matrimonio, comenzaron dando el primer paso que les exigía la costumbre. El novio, muchas veces haciendo de “tripas corazón”, no es el caso que nos ocupa, tenía que pedir permiso al padre de su novia, para casarse con ella. El rito de la petición de mano. 
   Así que un día de fiesta por la mañana, seguro que fue el domingo, el joven Justo, con su yegua torda, vino de Villambrán a Villambroz, decidido a poner todas las cartas boca arriba, en casa del padre de su novia. En los jóvenes la presencia externa forma parte de la identidad de la persona. Así que Justo, como buen psicólogo nato, se acicaló bien para que la primera impresión en el padre de su novia
fuera óptima. Se vistió con el mejor traje que tenía, el pelo negro peinado para atrás y ungido con brillantina, los zapatos bien lustrados. Y no le faltó el detalle de llevar también la yegua enjaezada con el nuevo sillín y relucientes espuelas en los pies. Y a Villambroz que se fue. 
   Como ya había quedado con su chica, Felisina, un domingo a mediodía se presenta en casa del tío Tomás, con un cierto temor por cómo reaccionaría el padre de su amor, de quien tenía un relativo conocimiento, más bien por lo que le había hablado su novia y también por otros mentideros del pueblo. Por lo que le llevaba a no tenerlas todas consigo. 
   Llega a las puertas de la casa de su novia y después de dar unos golpes, se asoma su amada y le hace entrar. Metida la yegua en la cuadra, entran en la cocina donde está el tío Tomas, sentado junto a la hornacha. Así que, con todo respeto y externa humildad, con la voz un tanto asustada ante la respuesta desconocida, le dice al padre de su novia:
-señor Tomás, vengo a pedirle la mano de su hija, para casarme con ella.   Estas fueron las escuetas palabras que le salieron de un tirón.
   Después ya pudo respirar hondo y relajado. Al novio le pareció haberse quitado un peso que le oprimía el corazón. Y esperó la respuesta.
   Pero cuál fue la sorpresa de Justo, y también de las hijas, allí presentes, por inesperada, cuando el viudo Tomás, después de guardar unos momentos de silencio, con la cabeza gacha, mientras con el badil movía la lumbre, pues estaba sentado en una silla junto a la hornacha de la trébede, hace que pasen unos segundos, para el novio interminables, antes de responder a la petición. Tenía los brazos apoyados en las rodillas. Se incorpora un poco, jira la cabeza y fijando la mirada en el mozo de Villambrán, con tono pausado y firme al mismo tiempo, dijo al pretendiente de su hija pequeña:
-joven, tienes que saber que cuando se sube las escaleras, se empieza siempre por el primer banzo. Y retoma la postura de
antes.
   Vuelve a intercalar otro momento de silencio, que para Justo le resultaron eternos. De nuevo, el tío Tomás vuelve a incorporarse y rompe el silencio diciendo pausadamente: -Así que, joven, si quieres casarte con una hija mía, pídeme la mano de la mayor, primero, que también está soltera. El tío Tomás vuelve a coger el badil y sigue bullendo la lumbre.
   El joven Justo quedó completamente transpuesto y sin reaccionar. Se le nubló la vista.La mente se le quedó en blanco. El mundo se le había venido encima. Se hizo un largo silencio, por lo menos, así les pareció a los novios. La ceremonia de la petición de mano se había acabado aquí, por el momento.
   Sin decir ni una palabra, Justo no hizo más que salir de la cocina, fue a la cuadra, desató la yegua y se marchó a su pueblo con las orejas gachas, sin despedirse de nadie.
   Por su parte, la frustrada novia quedó completamente desangelada. Sin saber qué decir. Seguro que de haber estado allí presente, la hubiéramos visto ponerse la cara de todos los colores desvaídos. Le había fallado el primer intento. Por el contrario, en el rostro de la mayor, Lorenza, se vislumbraría un tenue rayo de sorpresa esperanzada. Nunca había pensado en semejante opción. Hasta siempre le había parecido bien esa relación de su hermana Felisina con Justo. Ella andaba flirteando con otro mozo del pueblo, aunque todavía estaba muy verde aquella fruta del amor. Tampoco acababa de madurar. Al cabo de unos días, Justo se presentó de nuevo en casa del tío Tomás y venía tan decidido a aceptar la propuesta razonada por el padre de las dos hijas casaderas. Menos mal que ninguna de las dos estaba entonces en casa. No sabemos cómo hubiera reaccionado Felisina ante la inesperada visita de su “ex”. Como tampoco qué hubiera hecho la Lorenza en aquel trance.
   Así que arreglaron el noviazgo entre los dos solos, novio y padre. El tío Tomás le ofreció al mozo, junto con la hija Lorenza, la labranza para que al casarse se establecieran en Villambroz como nuevos labradores. Justo no necesitó ofrecer nada, sino sólo su amor a su hija. Cerrado este contrato, el mozo marchó enseguida, porque tenía prisa para ir a Saldaña con su primo Isaías, que le esperaba a la entrada del pueblo y no había querido inmiscuirse en el encuentro con el tío Tomás. 
   Es de suponer que cuando vinieran a casa las hijas, su padre comunicaría a Felisina y a Lorenza la inesperada visita de Justo. Así como también la determinación que habían tomado ellos dos sobre los esponsales de la Lorenza con el joven de Villambrán. Por una mirilla indiscreta me hubiera gustado haberme asomado para ver las caras que pondrían las dos mozas hermanas. Mera curiosidad.
   Como por aquellas calendas era muy corriente que los padres fueran los casamenteros de sus hijos, haciendo las veces suyas, el hogar del tío Tomás siguió su acostumbrado vaivén. Así que Felisina no tomó su caso como algo exclusivo suyo, de modo que ya se iba haciendo a la idea de haber perdido a ese mozo, pero aun le quedaban muchas otras opciones que se le estaban abriendo. En Villambroz
mismo había varios mozos casaderos. A Felisina, antes de romper con Justo, ya se le iban los ojos trás de Eugenio, pero como estaba por en medio Justo, la preferencia se inclinaba por su mozo. Ahora podría ser la ocasión de hacer alguna intentona con Eugenio.
    Por su parte, a la moza Lorenza, que parecía haber entrado en vía muerta, se le había abierto la puerta del matrimonio con aquel mozo de Villambrán, con el que nunca había soñado, por respeto a su hermana Felisina. Y así sucedió. Pasado un tiempo prudencial de noviazgo, llevado con cierta discreción, por otra parte, Justo subió el primer banzo de la familia, llevando al altar a la moza Lorenza, la hija mayor del viudo Tomás, con la que se prometería a amarse hasta que la muerte rompiera el hilo conductor de la convivencia matrimonial.
 
 
 
El recluta JACINTO

   Este caso lo podríamos titular como “La historieta del recluta Jacinto”. La situamos, sin fechas exactas, hacia los inicios de los años cuarenta del siglo pasado.
   Los que ahora andan entrando en la mayoría de edad, no tienen la preocupación de los antepasados quintos, a los que, muy a pesar de su voluntad, les llegaba el tiempo de tener que cumplir con la patria en el servicio militar.
    Entonces, durante uno o dos años inmediatos a ser llamados a filas, los mozos en puertas, se preocupaban de ir tomando buena nota de lo que iban a encontrar cuando marcharan a la mili. Intentaban recabar información de los mozos veteranos que llegaban ya licenciados al pueblo. Y más todavía de los que habían cruzado el Estrecho de Gibraltar para pasar a tierras africanas. Ese destino era muy temido por la mayoría de los chicos y por las familias de los mozos. Eran dos o tres años alejados de su patria chica, sin verse, de modo que cuando volvían a casa licenciados, el cambio propio en esas edades de los jóvenes casi les hacía irreconocibles a sus mismos padres.
   Y Jacinto, ciertamente, era uno de los que, sin necesitar apuntarlo en ninguna libreta, pues estaba bien dotado de memoria, iba concienciándose de todo lo que contaban los licenciados, porque a él también le podría pasar lo mismo. Y le pasó, por cierto.
      Pues bien, cuando les llamaban a filas, la primera obligación que les caía encima era tallarse, esto es, lo que podríamos llamar hoy, hacerse un reconocimiento médico, con el cual determinaban si el recluta era o no útil para incorporarse a filas; o por el contrario, se libraba por ser considerado no apto. Su amigo Flaviano se libró de la mili por no dar la talla exigida, además de tener los pies planos. El mismo Jacinto no completó el cómputo de los meses exigidos, pues le adelantaron la licencia a causa de una enfermedad en la vista de un ojo.
   Cuando venían a casa los licenciados de la milicia, contaban y no dejaban de contar las mil y una trapisondas que se pasaba en la mili. Tal vez, alguna de ellas era fruto de la imaginación, para meter miedo a los reclutas de turno. Que si les mandaban hacer trabajos sin sentido, como cavar hoyos para luego taparlos; que si en la instrucción les obligaban a correr más que en un maratón; que si el cabo instructor, a la más mínima, les daba un bofetón, etc. Todos estos cuentos les impactaban a los pobres quintos que estaban en puertas de ir a servir a la Patria en el ejército. Todo ello hacía que los reclutas se incorporaran a filas con cierta prevención.
   El quinto Jacinto seguía tomando nota de todo esto que oía. Sin poder dar datos exactos, los quiero desconocer, a principios de los años cuarenta llamaron al servicio militar a la quinta de nuestro protagonista Jacinto. Le llegó el día que fue llamado para ir a tallarse a Palencia. El era uno de los que salía del pueblo la primera vez. Nunca había ido más allá de los 13 kilómetros de Saldaña o los dieciocho de Sahagún, que los separa del pueblo Villambroz. Ni siquiera había pisado alguna vez las calles de la capital palentina. Bueno, como la mayoría de los mozos de entonces.
   En consecuencia, a Jacinto en aquella primera salida del pueblo, todo le resultaba novedoso. Y tuvo que presentarse en el cuartel o caja de reclutamiento que le correspondía, con otros muchos quintos de la provincia palentina, algunos de ellos eran también del ayuntamiento de Villarrabé, el mismo que el de nuestro Jacinto. Villambroz desde siempre ha sido una pedanía de este municipio.
   Como en aquellos años todavía Villambroz no tenía comunicación directa con la capital, el viaje lo tenían que hacer por etapas. En carro hasta Sahagún; de aquí en tren, hasta Palencia. Del pueblo tenían que emprender el viaje a las altas horas de la madrugada, para poder tomar el primer tren de la mañana y llegar al destino militar a la hora señalada.
   Salvados los primeros inconvenientes, nuestro recluta Jacinto se encontró a esa hora señalada de la mañana con todos los demás mozos que iban llegando con cara de asustados. Como es sabido, los jóvenes iban acompañados de sus mayores, generalmente el padre, el que no lo había perdido, o un hermano mayor o un tutor. Nuestro Jacinto entonces ya no tenía padre, por lo que fue acompañado por su hermano mayor. Así que el número de congregados en aquel lugar era grande. Ahora bien, al local asignado para tallarse solamente podían entrar los reclutas, quedándose fuera sus acompañantes.
   El gran salón estaba lleno de quintos. Van llamando por orden alfabético a los jóvenes para que entren a tallarse. A nuestro ínclito Jacinto, debido a la G de su apellido, González, le tocó pronto el turno. Un grupito entra en la dependencia de la talla. Se tienen que desnudar. Creo que les tallaban, como máximo, en ropa interior, si es que no era sólo con el traje de “Adán y Eva”, la ropa que traemos al mundo todas las criaturas.
   El cabo o el sargento o el militar encargado de tallar, llama:
-Señor recluta Jacinto González A Jacinto le sobró una décimas de segundo para responder.
-¡Presenteee! Así le habían dicho que contestara con voz fuerte.
-Suba a esa báscula y medidor de la estatura. Y obediente hace lo que le mandan.
   El aparato estaba situada contra la pared, enfrente de la mesa donde estaban sentados los mandos militares que tallaban y tomaban nota. Pero nuestro recluta Jacinto, un poco aturdido por la circunstancia nueva en que se encontraba y tocarle el primero del grupo, no sabía cómo ponerse, porque nadie se lo había dicho o se había olvidado. El caso es que se metió de frente dando la espalda al militar que manipulaba la báscula.
   Este, ni corto ni perezoso, sin mediar una palabra, como investido de cierto poder que le daban los escasos galones que lucía en la chaqueta de caqui, le propinó una fuerte patada en el trasero del mozo de Villambroz..
-Recluta Jacinto González, le ordeno que se dé la vuelta, mirando a nuestra  mesa. Con cara avinagrada el militar se quería hacer notar.
   Jacinto, echándose las manos a donde había recibido el puntapié, y dándose la media vuelta que le pedía, se hace el valiente, se encara al que le tallaba y le dice con voz fuerte y el tono peculiar que le caracterizaba al entonces joven Jacinto:
-“¿ya empezamoooos?” Grito extraño en un ambiente castrense, al que Jacinto todavía no estaba acostumbrado.
   Con este comienzo ya preveía nuestro recluta que se iba a cumplir en él todo lo que había oído contar a los licenciados de la mili en su pueblo.
   Aunque, en realidad no pudo ser mucho, porque aún no había cumplido un año de servicio militar, cuando volvió a asa ya licenciado. ¿Razón? Porque en una revisión médica, además de la deficiencia en la vista a la que hemos hecho referencia anteriormente, le encontraron que tenía una dentadura muy mala, debido a una enfermedad de las encías.

 

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UNO Editorial pgs. 87
Villambroz 2017
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Imelda Pérez Delgado

"La Ruta paramera"

Poesía, 112 páginas
ISBN: 978-84-17487-16-4
PVP (papel): 10 €

Villambroz 2018
Palencia
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Imelda Pérez Delgado

Letras me sopló el viento
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Editorial UNO pag, 71
illambroz (Palencia)
2020
 
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